sábado, 30 de octubre de 2010

ALÍ CHUMACERO: HOMENAJE PÓSTUMO


El llamado poeta de la brevedad y del sentido amoroso, nació en Acaponeta, Nayarit, el 9 de julio de 1918, y falleció el pasado 22 de octubre en la ciudad de México donde vivió desde 1937. A su llegada a la gran capital siendo un joven, se integró a la revista Tierra Nueva (1940-1942). Participó en la dirección de la revista Letras de México; fungió como redactor de El Hijo Pródigo y de suplementos culturales de los principales diarios capitalinos. Durante sus últimos años fue asesor del Fondo de Cultura Económica; tuvo a su cargo la revisión de Pedro Páramo, obra culmen de Juan Rulfo, así como de algunas obras de Octavio Paz, y de otros contemporáneos de las Letras.

Académico de la lengua desde 1964, se hizo acreedor a múltiples premios entre los que destacan el Premio Xavier Villaurrutia (1984); el Premio Internacional Alfonso Reyes (1986); el Premio Nacional de Ciencias y Artes (1987); el Premio Estatal de Literatura Amado Nervo (1993), y el Premio Belisario Domínguez (1996). Su poesía se condensa en los libros: Páramo de sueños (1944); Imágenes desterradas (1948), y Palabras en reposo (1956). El FCE publicó en 1997, en voz de su propio autor el poemario, En la orilla del silencio y otros poemas.

Descanse en paz el poeta al que el gran Octavio llamó: "Mago y maestro de los poetas modernos de México."

MUJER DESHABITADA
De rosa y canto saturada,
contra el origen de tu ser sublevas
un recuerdo de labios naufragando
y la temida enemistad
de presuroso y fugitivo aroma,
bajo el silencio idéntico
a tu inútil sosiego de virgen desolada.
Mudas fueras al tiempo, pero sabes
dejarte abandonada y te sometes
como la flor al mar,
igual que entre los labios vuela el canto,
e insiste sobre el mundo tu fatiga,
la dura soledad de tus sentidos,
suma de amor y lágrimas que mi latir inundan
de este vano sentirte agonizando.
Opones sólo amor y te conserva
la esperanza invencible de mi cuerpo,
como si al derrumbarte
cuando cierras los ojos y en ti misma
soportas la caricia que en inmóvil te torna,
entonces navegaras a mí y te defendieras,
ya sin saber de ti,
deshabitada flor y canto destrozado,
rescatada del mundo
y hecha estatua abatida en un invierno.


Muerte del hombre
Si acaso el ángel desplegara
la sábana final de mi agonía
y levantara el sueño que me diste, oh vida,
un sueño como ave perdida entre la niebla,
igual al pez que no comprende
la ola en que navega
o el peligro cercano con las redes;
si acaso el ángel frente a mi dijera
la ultima palabra,
la decisión mortal de mi destino
y plegando las alas junto a mi cuerpo hablara,
como cuando el rocío desciende lento hacia la rosa
al dar el primer paso la mañana,
ya miraría en mi sangre
el negro navegar, la noche incierta,
el pájaro que sufre sin sus alas
y la más grave lentitud: la muerte.
Aun cerca de la íntima agonía
estás, oh muerte, clara como espejo;
más abierta que el mar,
más segura que el aire que entró por la ventana,
más mía y más ajena
por mi sangre y mis brazos
en esta soledad.
Estás tan fértil como niño
que, angustiado, llora antes de ser,
entre la sangre siendo
y por la piel más vivo que la piel;
te llevo como árbol, tierra y cauce,
y eres la savia pura,
la flor, la espuma y la sonrisa,
eres el ser que por mi sangre es
como la estrella última del cielo.
Si acaso el ángel sigiloso
abriera la ventana
te miraría salir interminablemente
como un tiempo cansado
hacia su sombra vuelto,
como quien frente al mundo se pregunta:
¿En qué lugar está mi soledad?
Si acaso el ángel me mirara,
abierta ya la niebla de mi carne,
sin nubes, sin estrellas,
sin tiempo en que mecer la luz de mi agonía,
encontraría tan sólo a ti, oh muerte,
llevándome a tu lado, fiel;
te encontraría tan sola a ti, sin mí,
ya sin cuerpo ni voz,
sin angustia ni sueños,
te hallara entonces pura, oh muerte mía.

 

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