domingo, 28 de septiembre de 2014

CONTRALUZ por María del Carmen Maqueo Garza

NARCISO Y LA LUZ ROJA
Una de las herramientas que ha contribuido a preservar la memoria colectiva de la humanidad es, sin lugar a dudas, la fotografía.   A partir de los trabajos de Nicéphore  Niépce a principios del siglo diecinueve, fue posible capturar de manera permanente una imagen, algo que en la actualidad no sorprende ni a un bebé, que ya nace con la tecnología de punta integrada, y quien antes de cumplir un año de edad habrá tomado sus primeras fotografías digitales, así sea por accidente, jugando con el celular de mamá.
La imaginación me lleva a situarme allá  en el viejo París, y adivinar el asombro de Niépce, cuando después de cuarenta y cinco minutos de exposición a la luz, observara esa primera imagen fotográfica que conoce el mundo, copia idéntica de lo que sus ojos visualizaban a través de una ventana, plasmada sobre un grabado del siglo XVII, que tuvo a la mano para hacerlo en ese momento.
Uno de los elementos que el desarrollo tecnológico ha extinguido, es la capacidad de asombro.  Digamos, quiero averiguar qué es un “triceratops”, enciendo mi equipo, abro la ventana de Google, escribo la palabra “triceratops”, y en 0.24 segundos, dentro de la primera de varias opciones que aparecen en mi pantalla, tengo para consultar un millón ciento diez mil  referencias de la palabra “triceratops”.   Desde el advenimiento de los hipervínculos, que me permiten ir de uno a otro sitio en la red, la capacidad de asombro se canceló en nuestra mente, pues cualquier información está a un clic de distancia, paradoja de tecnología digital y pérdida emocional.
Entonces, regresando a Niépce en aquel remoto 1825, cuando por primera vez sus ojos pudieron solazarse con la magia de la reproducción fiel de una imagen, me saboreo lo que habrá sido su sensación de triunfo, aunque dudo que haya llegado a imaginar lo trascendente de su descubrimiento.
El tercer milenio está poblado por nosotros, unos humanos muy singulares, cada vez más conectados al  mundo virtual, y desconectados del  real.  Abandonamos cualquier actividad, en ocasiones de manera temeraria, por atender el tono que en ese preciso momento  emerge de las entrañas del teléfono móvil,  como si la tecnología llevara la batuta de nuestras vidas. Hace unos días  estuve a punto de ser víctima fatal de lo que ello representa, cuando una conductora de una camioneta de seis plazas, con los ojos puestos en su aparato celular no se percató de que tenía alto, y estuvo a punto de impactarme en lo que hubiera sido catastrófico para mí, tomando en cuenta las dimensiones de mi vehículo frente al suyo.
Pero así vivimos, con la urgencia de estar conectados, o de fugarnos, o de aislarnos, o qué sé yo, pero al fin un apresuramiento poco sano por sustraernos de lo que sucede en torno a nuestro ser físico.   Y de este mismo modo, conectados a la tecnología y a las redes sociales, le damos cuerda al narcisismo para enviar de manera continua fotografías  personales, familiares, de la mascota, del desayuno, del viaje, del carro nuevo, de los amigos, de la reunión… como una manera  imperiosa de lograr el reconocimiento de los demás.
Otro asunto narcisista tiene que ver con acatar los reglamentos establecidos.  Desde que una comunidad tuvo las dimensiones para generar caos, hubo necesidad de implantar reglamentos que permitan el orden para una sana convivencia.  Sin embargo en ese afán narcisista que nos caracteriza, desatendemos el todo para centrarnos en el propio ser, y de esa manera enfrentamos normas y leyes.   En cualquier crucero con semáforo no falta el conductor de vehículo motorizado o de bicicleta, que se pasa en luz roja de manera olímpica; el mensaje que  proyecta su actitud es algo así como “yo no necesito que me digan qué hacer”, voltean a uno y otro lado, calculan que la libran, y se lanzan… Ponen por delante su situación personal a la del bien colectivo, y luego vienen los accidentes,  muchos de ellos generados en el instante cuando el que ya no alcanzó a pasar en amarillo de todas formas se pasa, y el que está esperando el verde  arranca antes de que este aparezca.
Y lo peor del caso, es que esa prisa por llegar no tiene un fundamento, no se está muriendo la mamá, ni se incendia la casa, ni nada parecido, es nada más el apremio narcisista de decir “yo primero”. Y de igual manera no respetamos los espacios para discapacitados con el argumento de “es un momentito, no me tardo”.  Gana la molicie por encima de la sensibilidad ciudadana, y hallando siempre una justificación a nuestro favor, hacemos como se nos place.
Desde hace 180 años la fotografía plasma la realidad del mundo. La gran pregunta es: ¿Qué irán a decir de nosotros los humanos del 2,200…?

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