LA LECCIÓN DE DON JORGE
Primer viernes de Cuaresma. Para cumplir una tradición más mexicana que
católica llegué al supermercado por algo de pescado y verdura. Aproveché las ofertas de productos próximos a
expirar, y me traje una caja de arúgula orgánica y una de tomates “cherry”;
pagué por ambos vegetales poco menos de la tercera parte de lo que cuestan
normalmente. Me gusta aprovechar este
tipo de promociones que sin sacrificar el sabor en absoluto, contribuyen a la
economía del hogar.
Con
relación al pescado, y siguiendo con esto de los costos, no me sorprende la
variación tan amplia de precios entre un huachinango y digamos, retazos de
bagre, o mi compra final en ese departamento, que no fue mayor a veinte pesos:
Tres cabezas para caldo, y una pieza de “boquilla entera fresca”, de peso y tamaño
similar a sus parientes rosados, cuyo costo fácilmente es cuatro veces
mayor. Por supuesto que me gustan mucho
otras variedades como el salmón, pero mi economía doméstica me aconseja reservarlo
para ocasiones especiales, digamos una comida con mis hijos a quienes, por
cierto, les gusta mucho que se los prepare al horno.
A punto
de pagar en caja me encontré una bolsa de lentejas, que compré por reflejo, o
quizás movida por un sentimiento de compasión hacia la pobre huérfana que algún
cliente abandonó en el último momento.
Ya después me reprendí a mí misma, no había necesidad de comprarla, cuando
no tendría el tiempo suficiente para poner a remojar las lentejas y prepararlas
para la hora de comida.
Junto con
el pescado y las verduras había tomado un envase individual de yogur griego,
producto que de un tiempo para acá ha desplazado en buena medida a sus similares en el mercado. Lo traje para preparar un aderezo que lleva yogur
griego, mostaza, vinagre y miel, y qué mejor ocasión para experimentar, que con
mi ensalada de arúgula.
Se
aproximó a descargar el carrito Don Jorge, un empacador de la tercera edad;
mientras él y yo esperábamos que la banda quedara despejada para hacer avanzar
mi mercancía, tomó el envase de yogur, lo observó con detenimiento, y volteó
para decirme: “griego, ¡qué engaño!”
Algo habré articulado para salir al paso y justificarme como consumidora, sin embargo sus palabras
tuvieron el impacto suficiente como para inspirarme esta columna.
Tengo la
costumbre de solicitar que un empacador me lleve la mercancía, así sea ésta una
bolsa de pan. Lo hago por dos razones, primera como un modo personal de
reconocer y gratificar a esas personas que buscan obtener un ingreso extra
utilizando su tiempo de manera productiva, y segunda, porque aprendo mucho de
cada uno de ellos en el corto trayecto entre la salida de la tienda y la
cajuela de mi vehículo. Rogelio me ha
enseñado que el entusiasmo por leer no se apaga con la edad, ama y devora
cuanto material impreso cae en sus manos; Rosy me alecciona respecto al valor de
la unión familiar; a través de Lupita he entendido la importancia de ser alegres, y
algunos jovencitos como Juan o Alfonso, convencidos de lanzarse hasta hacer realidad todos sus sueños
desde ahora que estudian secundaria, me han demostrado con su actuar que las
mayores limitaciones del ser humano radican en la mente, en la actitud, en una postura
de decir “no puedo” y creérselo para sí mismo.
En esta
ocasión, mientras nos dirigíamos al estacionamiento Don Jorge escuchó que un
colega suyo me llamaba “maestra”, título que no poseo pero que algunos
conocidos me atribuyen. Me preguntó si
era maestra, y tras mi respuesta él me dijo: “Yo sí soy maestro, maestro albañil, pero como en este momento se
paró la obra, me vine a descansar aquí de empacador”. Divertido asintió cuando
le dije que entonces él descansaba haciendo adobes.
Don Jorge
no se imagina la gran lección que me dio esa mañana. Una lección de amor por la vida, poseedor de
tal autoestima que despierta cada mañana
dispuesto a albergar un propósito que le dé sentido a su existencia. De él aprendí la importancia de superarse y
mantenerse activo, haciendo a un lado las etiquetas que en ocasiones se busca
colgar a las personas en razón de su edad.
Aprendí que una cosa es el consumo y otra el consumismo, cuando me
previno de no caer en el timo de creer que aquella mezcla blancuzca que compré
tan ilusionada para elaborar mi aderezo, proviniera en realidad de un país
mediterráneo.
Sin lugar
a dudas Don Jorge es un maestro, como él mismo lo indicó, pero un maestro más
allá de lo que él mismo supone ser. ¡Qué
grandes lecciones me dio en los diez o
veinte pasos que habremos caminado juntos con el carrito del
supermercado!