domingo, 17 de mayo de 2015

CONTRALUZ por María del Carmen Maqueo Garza

SER MAESTRO
La celebración del Día del Maestro, como sucede con otras fechas populares, evoca lugares comunes que poco nos dicen en la época actual, cuando los paradigmas tradicionales se han roto.  Hablar de la figura del maestro es transportarnos a ese ideal que podemos recordar de nuestros libros de primaria, para luego venir a chocar de manera abrupta con manifestaciones de escaso o nulo valor civil, dentro de las cuales algunos agitadores que se hacen llamar “maestros” se dedican a movilizar contingentes, a hacer desmanes, y claro, a cobrar por hacerlo.  Es por ello que la figura del maestro se encuentra a ratos huérfana de una definición que le vaya bien a la realidad que vivimos, sin dejar de lado los calificativos con que quisiéramos ver exaltada su imagen.
De acuerdo al diccionario de la RAE, la palabra magisterio se define como “enseñanza y gobierno que el maestro ejerce con sus discípulos”, y de aquí parto para hacer un recuento personalísimo de lo que ha sido la figura del maestro en mi propia vida.  Quizá nos imaginamos a este profesional frente a un grupo impartiendo las distintas materias del programa escolar, aunque esos maestros que contamos con los dedos de una mano, y que toda la vida recordamos de manera particularmente grata, son los que fueron mucho más allá de la transmisión de conocimientos, a imbuirnos el amor a la vida a través de su comportamiento siempre congruente con lo que nos señalaban a través de  las palabras.  Esos maestros sugerían más que imponer; encauzaban más que forzar; animaban más que castigar; su vida misma  ha sido un testimonio auténtico de los valores que nos persuadían a asumir como parte de nuestro propio bagaje personal para el viaje por la vida.
Mi querida maestra Hortensia Bolívar me enseñó a amar la palabra escrita más que cualquier otra cosa, y lo hizo con amabilidad, reforzando la autoestima de cada una de sus alumnas con un continuo “tú puedes” que tuvo resultados mágicos en la gran mayoría.  A través suyo descubrí que en quinto año de primaria iniciaba una alianza indisoluble entre mi persona y la palabra escrita, que en medio siglo ha permanecido igual de firme.  Escribir pasó de ser un entretenimiento ocasional a convertirse en parte integral de mí misma, algo que  solo la muerte o la desmemoria podrá arrancarme.
Los años de secundaria y preparatoria se repitió aquella fórmula preciosa: Los maestros que mejor recuerdo fueron aquellos que vieron en mí a la persona con determinados potenciales,  que me impulsaron a explotarlos.  Los años universitarios tuve magníficos maestros en la hoy facultad de Medicina de la UAdeC en Torreón: Don Jorge Siller con aquellas maneras tan gentiles de invitarnos a incursionar en el mundo árido de la Anatomía, facilitándonos la enseñanza con diversas mnemotecnias y anécdotas, sabedor de que la materia por sí misma era difícil.  Más delante Don Bulmaro Valdez Anaya, quien igual nos llevaba de las enlaces hidrógeno en una molécula de carbohidratos, hasta la formación de las enanas blancas en las galaxias Seyfert.  De él aprendí que la clave para una vida feliz radica en el entusiasmo, en aquel entusiasmo con que él nos enseñaba fenómenos acústicos como el efecto Doppler, o conceptos como la gravedad.  A él debo cada día una parte de mi dicha, cuando hallo que descubrir  la grandeza de lo cotidiano es amar más la vida.
Siguieron dos queridos maestros, Don Carlos Ramírez Valdés, con quien tuve la fortuna de entablar una estrecha amistad, y a través del cual fui entendiendo principios básicos, tanto de Medicina como de Docencia, y el Dr. Luis Lauro Lozano, de quien aprendí que la voluntad y la disciplina en  la práctica pediátrica son el mejor camino para amar con toda el alma  la profesión.
Con los dedos de la otra mano cuento a todos aquellos seres preciosos que he encontrado en el camino, particularmente cuando transito por los bajos valles, que me han enseñado de diversas maneras a sacar adelante cada empresa.   Muchos de ellos ya partieron, otros más son tan sencillos que se sentirían incómodos con este pequeño homenaje, ya que  actúan con absoluta generosidad,  sin esperar nada a cambio.
Ese magisterio como labor sagrada es el que todos tenemos la obligación de ejercer, enseñar un poco de lo que sabemos hacer frente a quien viene detrás, pero sobre todo, actuar para ayudar a otros a valorar la vida y todas sus vicisitudes; a aquilatar aquello que tenemos como propio, y a tener la humildad de  entenderlo como un don del cielo, sin mérito  mayor de nuestra parte.

¡Cuánto ayudará a nuestro país la labor de resarcir entre todos la figura del maestro! Hasta que un día podamos cantar, como  en el himno: “Un maestro en cada hijo te dio”.

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