SER
MAESTRO
La celebración del Día del Maestro, como sucede con otras fechas
populares, evoca lugares comunes que poco nos dicen en la época actual, cuando
los paradigmas tradicionales se han roto.
Hablar de la figura del maestro es transportarnos a ese ideal que
podemos recordar de nuestros libros de primaria, para luego venir a chocar de
manera abrupta con manifestaciones de escaso o nulo valor civil, dentro de las
cuales algunos agitadores que se hacen llamar “maestros” se dedican a movilizar
contingentes, a hacer desmanes, y claro, a cobrar por hacerlo. Es por ello que la figura del maestro se
encuentra a ratos huérfana de una definición que le vaya bien a la realidad que
vivimos, sin dejar de lado los calificativos con que quisiéramos ver exaltada
su imagen.
De acuerdo al diccionario de la RAE, la palabra magisterio se
define como “enseñanza y gobierno que el maestro ejerce con sus discípulos”, y
de aquí parto para hacer un recuento personalísimo de lo que ha sido la figura
del maestro en mi propia vida. Quizá nos
imaginamos a este profesional frente a un grupo impartiendo las distintas
materias del programa escolar, aunque esos maestros que contamos con los dedos
de una mano, y que toda la vida recordamos de manera particularmente grata, son
los que fueron mucho más allá de la transmisión de conocimientos, a imbuirnos el
amor a la vida a través de su comportamiento siempre congruente con lo que nos
señalaban a través de las palabras. Esos maestros sugerían más que imponer;
encauzaban más que forzar; animaban más que castigar; su vida misma ha sido un testimonio auténtico de los valores
que nos persuadían a asumir como parte de nuestro propio bagaje personal para
el viaje por la vida.
Mi querida maestra Hortensia Bolívar me enseñó a amar la palabra
escrita más que cualquier otra cosa, y lo hizo con amabilidad, reforzando la
autoestima de cada una de sus alumnas con un continuo “tú puedes” que tuvo
resultados mágicos en la gran mayoría. A
través suyo descubrí que en quinto año de primaria iniciaba una alianza
indisoluble entre mi persona y la palabra escrita, que en medio siglo ha permanecido
igual de firme. Escribir pasó de ser un
entretenimiento ocasional a convertirse en parte integral de mí misma, algo que
solo la muerte o la desmemoria podrá
arrancarme.
Los años de secundaria y preparatoria se repitió aquella fórmula
preciosa: Los maestros que mejor recuerdo fueron aquellos que vieron en mí a la
persona con determinados potenciales, que me impulsaron a explotarlos. Los años universitarios tuve magníficos
maestros en la hoy facultad de Medicina de la UAdeC en Torreón: Don Jorge Siller
con aquellas maneras tan gentiles de invitarnos a incursionar en el mundo árido
de la Anatomía, facilitándonos la enseñanza con diversas mnemotecnias y
anécdotas, sabedor de que la materia por sí misma era difícil. Más delante Don Bulmaro Valdez Anaya, quien
igual nos llevaba de las enlaces hidrógeno en una molécula de carbohidratos,
hasta la formación de las enanas blancas en las galaxias Seyfert. De él aprendí que la clave para una vida
feliz radica en el entusiasmo, en aquel entusiasmo con que él nos enseñaba
fenómenos acústicos como el efecto Doppler, o conceptos como la gravedad. A él debo cada día una parte de mi dicha,
cuando hallo que descubrir la grandeza de
lo cotidiano es amar más la vida.
Siguieron dos queridos maestros, Don Carlos Ramírez Valdés, con
quien tuve la fortuna de entablar una estrecha amistad, y a través del cual fui
entendiendo principios básicos, tanto de Medicina como de Docencia, y el Dr.
Luis Lauro Lozano, de quien aprendí que la voluntad y la disciplina en la práctica pediátrica son el mejor camino
para amar con toda el alma la profesión.
Con los dedos de la otra mano cuento a todos aquellos seres
preciosos que he encontrado en el camino, particularmente cuando transito por
los bajos valles, que me han enseñado de diversas maneras a sacar adelante cada
empresa. Muchos de ellos ya partieron,
otros más son tan sencillos que se sentirían incómodos con este pequeño
homenaje, ya que actúan con absoluta
generosidad, sin esperar nada a cambio.
Ese magisterio como labor sagrada es el que todos tenemos la
obligación de ejercer, enseñar un poco de lo que sabemos hacer frente a quien
viene detrás, pero sobre todo, actuar para ayudar a otros a valorar la vida y
todas sus vicisitudes; a aquilatar aquello que tenemos como propio, y a tener
la humildad de entenderlo como un don
del cielo, sin mérito mayor de nuestra
parte.
¡Cuánto ayudará a nuestro país la labor de resarcir entre todos la
figura del maestro! Hasta que un día podamos cantar, como en el himno: “Un maestro en cada hijo te dio”.