domingo, 22 de mayo de 2016

CONTRALUZ por María del Carmen Maqueo Garza

PALMERAS Y MEMORIAS
 “Amarillamiento letal por fitoplasma” poco ha de decirle a  quien no sea torreonense  y haya crecido acompañado muy de cerca por esas cinco mil palmeras  que forman  parte de la identidad de una ciudad centenaria, que recibió  colonias provenientes de diversas latitudes dando pie a una multietnicidad envidiable que impacta en usos y costumbres.  Españoles avecindados a raíz de la Guerra Civil; grupos de habla árabe, franceses, norteamericanos, chinos. británicos y alemanes;  todo el que proviniera de algún otro lugar era bien recibido, como fue el caso de mi señor padre, no extranjero pero sí un   “chilango”, que murió sintiéndose lagunero.
   Las  palmeras altas y esbeltas de la avenida Morelos nacieron con la ciudad, fueron mudos testigos del avance de la Revolución Mexicana. Formaron parte de la infancia de mi madre y la mía propia,  ya que la casa de mi abuela materna estaba  sobre dicha avenida, frente al edificio que inicialmente albergó la cárcel municipal y después el distinguido Hotel Nazas. Apostadas a lo largo de los camellones de  esta avenida, las recuerdo cuando algún viento hacía mover sus grandes cabezas verdes por encima de aquellas barbas secas de color de arena, tal vez para no olvidar sus orígenes desérticos  a medio mundo de distancia.  Pero al igual que las etnias, y los chilangos, y los  viñedos que llegaron a poblar y enverdecer  aquella tierra semiárida de los abuelos, las palmeras echaron raíces, y por más de 100 años crecieron, se fortalecieron y avanzaron a otras colonias como la Torreón Jardín de mis dulces recuerdos, cuando acompañada de mis primos recogía de las robustas palmeras datileras un puñado de aquellos frutos silvestres para llevarlos a la boca con el desenfado de cualquier niño, sin pensar en  el riesgo de una infección intestinal, y mucho menos en el maldito fitoplasma  que hoy  amenaza con  borrar esas palmeras para siempre.
   Uno de los daños colaterales que ha generado el fenómeno de la Globalización es la pérdida de identidad.  Ese sentir que somos parte de un todo sin fronteras, provoca que nos sintamos perdidos.  Para nuestro yo interno el no identificar nuestro grupo ni satisfacer el elemental sentido de pertenencia, genera una crisis cuyos alcances no podemos medir aún, pues no ha pasado el tiempo necesario para hacerlo, pero aventuramos que  será significativo.   Haber vivido en la Laguna, y sentir que la comida libanesa o la china, o la festividad de la Covadonga, o  el Boliche de los alemanes, o las tiendas de ropa de los franceses era algo tan nuestro como lo propio, nos ayudó a ser incluyentes en nuestro trato con los demás, a sentir que nuestra amada tierra era una representación en pequeño del gran mundo allá afuera.  Y ahora, de manera por demás simbólica, esas nobles palmeras datileras están muriendo, y ningún esfuerzo agroquímico ha logrado detener el avance de la enfermedad, en lo que ya se contempla con una gran tragedia ecológica para la Laguna.
   Sea éste un buen momento de reflexión para volver la vista a las raíces, las propias para afianzar, las de nuestros pequeños para ver porque se planten perfectamente bien en la tierra, tan firmes que les permitan elevar sus copas a los cielos y llegar tan alto como se lo propongan, sabiendo que el suelo que las contiene y soporta es firme y provee de la nutrición necesaria para toda la vida.
   No puedo evadir a la nostalgia: Me doy cuenta de que es una tragedia que toca muchas fibras de mi intimidad familiar: Las palmeras existen para mí desde los bisabuelos a finales del siglo 19,  hasta mis actuales sobrinos nietos  nacidos en el tercer milenio. Comienzan a quedar los amplios camellones de Torreón Jardín como deshabitados; me provoca la misma sensación que  tendría frente a un edificio entrañable que es desocupado, a partir del momento cuando queda vacío y mudo, habitado tan sólo por los ecos de tiempos que nunca han de volver,  a tal grado desolado, que hasta las memorias convertidas en polvo añejo se van perdiendo con cada vientecillo que se cuela por los rotos cristales de sus ventanas.
   Tiempo de guardar  esas memorias en el álbum de los recuerdos imborrables. Retomo los libros de mi tío Homero Del Bosque --quien fuera entusiasta  e incansable cronista de la ciudad--,  que hablan de Torreón a lo largo de cien años,  y me sumerjo en sus historias que también me pertenecen,  para reencontrarme con mis raíces, antes de que me invada   algún fitoplasma mental que quiera  arrasar mis amadas memorias, como ahora hace con las otrora magníficas palmeras,  plantadas con amor por padres y abuelos, para dotarnos de una identidad sagrada, a prueba del tiempo y la distancia. 

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