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domingo, 21 de diciembre de 2025

CARTAS A MÍ MISMO por Carlos Sosa

 El eco de lo que damos

Hace más de dos mil años, un hombre caminaba por los caminos polvorientos de Galilea diciendo cosas que aún hoy nos incomodan por lo simples.
Hablaba de dar, sin esperar. De entregar lo que uno tiene, sin miedo a quedarse vacío.
Decía que si damos, recibiremos. Que la vida devuelve, de alguna manera misteriosa, todo lo que soltamos.
Y uno lo escucha y piensa que quizá tenía razón.
Porque la mayoría de las veces vivimos como si el amor fuera un recurso escaso, como si el tiempo que damos nos empobreciera, o como si la ternura debiera administrarse con cautela.
Pero la vida —esa maestra tozuda— termina enseñando lo contrario: que quien se guarda todo termina más solo, y que quien se entrega, aunque a veces duela, siempre recibe algo a cambio.
No hablo de milagros ni de cuentas bancarias.
Hablo del retorno invisible de las cosas: una sonrisa que vuelve, una paz que llega sin explicación, una oportunidad que aparece cuando menos la esperas.
La vida tiene esa justicia secreta: recompensa al que da sin cálculo.
Y tal vez de eso se trataba todo: de entender que venimos a compartir lo que ya se nos regaló.
Que nadie nos debe nada, porque ya recibimos demasiado.
Y que al final, cuando todo se acabe, solo quedará lo que dimos.
Ese es el eco invisible de la vida: todo acto de generosidad resuena de vuelta, aunque a veces tarde, aunque venga disfrazado de otra cosa. Porque quien siembra bondad, tarde o temprano cosecha paz.
Dar no es perder. Es entender que el corazón tiene su propia economía: cuanto más se vacía, más espacio tiene para seguir amando...

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