domingo, 21 de diciembre de 2025

REFLEXIÓN DE TEMPORADA por Luis Toraya

Hay almas que han trocado el corazón por una brújula de frío metal lógico.
Han llenado sus bolsillos con piedras pulidas de silogismos y han jurado solemnemente que no hay luz que no provenga de un interruptor de causa-efecto.

Observo a muchos de mis amigos, y veo cómo el vasto y tembloroso océano de lo que conocemos se encoge para ellos hasta ser una charca de agua filtrada por el método científico.

Se han vuelto escribas meticulosos de la Causa y el Efecto, midiendo la longitud de cada sombra, pero han olvidado la música que produce el mismo sol al nacer.

Han leído a los sabios y, en el intento de entenderlo todo, han logrado el prodigio más triste, el de anular la capacidad de asombro.
Y es ahí donde yo, con ojos aún no domesticados, levanto el velo.

¿Qué es un milagro?
No es solo el trueno que parte un árbol o el mar que se abre en dos.
Es el murmullo constante, la sinfonía callada de la existencia que, si la miramos de cerca, es una serie ininterrumpida de sucesos imposibles.

Es la célula inicial que no se detuvo, sino que decidió tejer catedrales de carne y hueso, dotadas de la capacidad de llorar y de nombrar a las estrellas.

Es la semilla seca, sepultada en la tierra abandonada, que desafía la gravedad y la muerte para coronarse con una flor escarlata que solo vivirá un día.

Es el hecho de que, entre siete mil millones de latidos al azar, el tuyo y el mío convergieron en un punto de la Tierra, en este aliento preciso, para compartir la resonancia de una idea.
 
¿No es ese un acto milagroso?

Mis amigos buscan el mecanismo de relojería que explique por qué el invierno siempre da paso a la primavera.
 
Yo, en cambio, me postro ante el hecho de que el color verde existe, y que aún tiene la audacia de regresar.

La fe no es la ausencia de la razón; es el reconocimiento humilde de que la Razón, con mayúscula, es infinitamente más ancha y más profunda que nuestras pequeñas ecuaciones.
 
Perder la fe no es solo dudar de lo divino; es dudar de la intrínseca, filosófica e inexplicable bondad del universo.
 
Es volverse sordo al susurro del destino que a veces nos desvía del camino trazado, solo para salvarnos de un precipicio que no veíamos.

El verdadero milagro es la persistencia de la Belleza en medio del caos.
 
Es la luz en los ojos de un niño, es el perdón concedido sin merecerlo, es la sanación de una herida no solo en la piel, sino en el alma.

Que ellos sigan perdiéndose de las maravillas del mundo que nos rodea.
 
Yo, en cambio, elijo vivir el asombro de los milagros.
 
Dejemos que la duda sea el motor de la ciencia, pero que la certeza del misterio sea el motor de nuestra fe.

Porque la vida no necesita ser justificada.
Solo necesita ser sentida en su gloriosa, inexplicable, y constante manifestación evolutiva.




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