REFLEXIÓN EN TORNO
A LA NAVIDAD
Para todos, grandes y pequeños, cristianos y legos, la
Navidad representa un alto en el tiempo.
Un momento cargado de magia para la convivencia, el agradecimiento y el
perdón.
En el seno de algunos hogares, al lado del goce por la
reunión, habrá dolor por la pérdida de algún ser querido que dejó el plano
terrestre en estos últimos meses. Cuando
perdemos a un ser amado sentimos que el universo se paraliza en torno a
nosotros. No es fácil asimilar que todo en derredor en realidad continúa,
porque así ha de ser, porque la vida de cada uno de nosotros dentro del todo
que nos ha tocado habitar, es una arenilla en la inmensa playa cósmica.
La pandemia nos ha dejado grandes enseñanzas. Una de las que yo me llevo bajo el brazo para el resto de mi
propio camino, es descubrir que lo que verdaderamente proporciona la felicidad no tiene que ver con
regalos de temporada que se dan o se intercambian. Lo
profundo en forma auténtica es
aquello que damos de corazón, con el alma puesta en ello, independientemente
del valor económico de lo obsequiado.
Como cada año surgen las conductas contradictorias entre
todos nosotros: Vamos con prisa sobre la cinta asfáltica, a empellones en los
locales comerciales, porque nos urge reunir todo lo necesario para celebrar la
ocasión. Festividad que tiene que ver
con la llegada al mundo de Jesús, ese rey que, con tal de ser accesible para
todos, eligió nacer en la más grande pobreza.
Buscamos celebrar la ocasión entre viandas y bebidas, cuando el que nace
lo hizo sin otro regalo que el calor del pecho de su madre.
Buen momento para repasar lo que ha sido nuestro actuar a lo
largo de este año. Las ocasiones cuando
ese Jesús semidesnudo y famélico se colocó en nuestro campo visual para tocarnos
el corazón, y al que probablemente dejamos con la mano extendida, temerosos de
contaminarnos o de empobrecernos con la dádiva.
A ese grado nuestro apego a las cosas materiales.
Buen momento para entender que la cultura del individualismo
nos lleva finalmente a la soledad. A
hallarnos, tal vez rodeados de grandes títulos y suntuosas posesiones, pero
solos, sin tener con quien compartir nuestros logros. Una invitación que hoy nos lanza la vida para
avanzar en compañía, para dejar de lado la molicie y actuar; desechar el ego
maligno y animarnos a compartir el camino, al fin que todos vamos hacia un
mismo destino.
El corazón nos tiende trampas. Creemos estar dando amor con una palmadita en
la espalda o con un emoticón alusivo a la solidaridad, cuando lo que nuestros
hermanos necesitan son acciones puntuales, dirigidas a sanar, a satisfacer esa
necesidad que les está sofocando. La
generosidad no es de relumbrón para la foto; cuando es verdadera se ejerce
desde el silencio, sin aspavientos, convencidos de que no hay mérito en
retribuir a la vida un poco de lo que ésta, para nuestra fortuna, nos ha dado
de manera sobrada, al grado de permitirnos compartir.
Navidad es tiempo de perdonar, de entender que todos somos
humanos, y como tales nos equivocamos y actuamos de una forma que puede
lesionar a otros, inclusive a nuestros seres más queridos. Perdonar es liberarnos nosotros de una carga
que venimos arrastrando desde el corazón; es tener la sabiduría de reconocer
que, finalmente, así como hoy perdonamos, en algún otro momento habremos de ser
perdonados.
Ahora, que la enfermedad continúa haciéndose presente en
torno nuestro, lejos de angustiarnos conviene, sí, ser cautos, pero no paralizarnos
por nuestro miedo vital. Hacer una
llamada, enviar un correo; tal vez aproximarnos a quien está solo, enfermo o
sufriendo, sea el mejor regalo de temporada que podamos dar.
La alegría de los infantes en estas fechas nos recuerda que
la vida está para ser disfrutada. Para
despertar a nuestro niño interior e invitarlo por un rato a llevar la batuta de
nuestras emociones. Hoy se vale reír, se
vale llorar, se vale abrazarnos sin otro propósito que no sea el de hacer
manifiesto el amor de Dios entre nosotros, sus hijos.
Van mis mejores deseos para los magnánimos lectores que me
han regalado la paciencia de leerme durante este año, tan significativo para
mí. A mediados del mismo estuve a punto
de perder la vida por una enfermedad que se presentó así de grave como de
súbita. Para mi fortuna aquí sigo y aquí
sigue mi pluma, afanosa en animarlos a vivir una existencia con
significado. Que el día que partamos, lo
hagamos habiendo cumplido con el único mandato que San Pablo nos invita acatar:
Esto es, vivir el amor en hechos tangibles, un amor sanador, reconstructor, que
nos eleve como humanidad a partir de los pequeños actos de cada día. Actos imperceptibles
para el mundo, que no se anuncian; en ello precisamente, su grandeza y
trascendencia.
¡Feliz Navidad!