FRENTE A LA MUERTE
La muerte no es más que un cambio de misión. Leon Tolstoi
Esta semana acabo de perder a mi mejor amigo, un ser humano
maravilloso con el que me unían lazos de sangre, pero muy por encima de estos una
profunda amistad, que en el recuento final es uno de los mayores tesoros en mi vida.
Ahora me encuentro aquí, tratando de digerir esa realidad
que no tiene vuelta de hoja, la que se planta con todo su rigor y sus voces de
“nunca jamás” en medio de quienes lloramos su partida.
Cuando alguien se va, y aun antes de que se disipen los
últimos polvos que levantaron sus pies por el camino, comenzamos a vislumbrar lo que fue su ruta de vida. Entonces, cuando ya nada estorba a la mirada,
vamos descubriendo aquello que deja como
legado.
Quien a lo largo de su existencia tocó muchos corazones nos
enseña que la grandeza del ser humano está en dar, y que a través de ello la vida
cobra sentido, y de ese modo la muerte representa
un puerto hacia el cual se encauza la
nave en las tormentas de alta mar.
Aquel que a lo largo de su permanencia en esta tierra supo
enfrentar los escollos con voluntad y entusiasmo nos lleva a entender que de
eso está hecha la ruta del crecimiento, de retos frente a los que hay que ir siempre
dispuesto a conquistar.
Hay personas cuyo camino luce angosto, porque en su corazón
no hubo espacio para albergar más que a
ellos mismos. En cambio hay personas
–como mi amigo—cuyo amplio sendero indica que siempre estuvo rodeado de compañeros de ruta que
en diversas etapas lo procuramos para andar el camino.
Mi amigo fue una persona
que actuó con excelencia en cada una de las esferas de su vida, humano como
todos lo somos, con aciertos y errores, pero abrazando en todo momento el propósito
de alcanzar la santidad.
¡Cuán afortunada fui de poder compartir con él una parte del
camino! Como dice el refrán, mil veces haberlo conocido a pesar del gran dolor
de perderlo ahora, que no haberlo conocido.
A todos los que tuvimos la fortuna de avanzar a su lado, nos queda un
ejemplo a seguir y la cristiana esperanza de un reencuentro.
Frente a la muerte se descorre el velo para entender que pasar la existencia con ansias de poseer y
dominar, es algo así como morir en vida. Nunca las posesiones van a ser
suficientes, nunca el poder apagará nuestra sed de dominio. En esos casos la alegría y el entusiasmo se
alejan como mariposas en búsqueda de
aire fresco.
La palabra “compromiso” es un traje que suele quedarnos grande. Entonces, ver la forma como un ser humano se
ciñe a esta palabra contra viento y marea, nos lleva a creer que el espíritu es
capaz de cosas que ni siquiera imaginamos, y que cuando él llega al final del
camino estará en condiciones de partir ligero, sin cuentas pendientes con la
vida.
Amar en los hechos, amar a quien no puede corresponder,
hacerlo cuando nadie observa, dar sin que la mano izquierda sepa lo que hace la
derecha, lejos de las palabras, al margen del anuncio. ¡Qué hermosa forma de testimoniar el amor de
Dios!
Frente a la muerte de
un ser querido nos invade la tristeza, nos taladra el cerebro la palabra “jamás” que da cuenta de
todo aquello que no volverá a presentarse como antes a raíz de su partida
física. A ratos surge la inquietud de
preguntarnos si hicimos lo necesario por acompañarlo en el camino como él lo
merecía, o –mejor dicho—como él hubiera
hecho con nosotros. ¡Los ociosos
“hubiera” rondan como aves de la noche en un tiempo cuando ya nada puede
hacerse por cambiar las cosas!
Como él querría que yo
hiciera, hoy frente a la muerte cuento mis bendiciones, la vida, la salud, el
aire, la música. Doy gracias por mis sentidos, la inteligencia, la voluntad. Afortunada de tener una familia, amigos, personas por cuya presencia tengo la oportunidad
de trabajar para ser mejor.
Ante el rigor de la inevitable partida de mi gran amigo, me siento privilegiada de haber andado en su
compañía una parte del camino, de modo que ahora cuando ya no está, me corresponde
trabajar por ser una buena compañía para quienes vienen detrás y que en algún
momento emparejarán su marcha con la mía.
El día en que muere un hombre de profunda fe, y lo vemos
partir sereno, comenzamos a entender
que cuando el Padre es el viento que dirige la barca, no hay derrotero
malogrado.
A ti, mi querido amigo quiero decirte gracias desde el fondo
de mi corazón, por tu presencia, por tu cariño, por tu ejemplo, por enseñarme a
creer en mí, pero muy en especial, por enseñarme a creer en Dios. Ahora habrás
de continuar tu misión de amor en esa nueva dimensión que estrenas y que yo no alcanzo acaso a imaginar.
Descansa en paz. Te extrañaré siempre.