LA DESILUSION Y OTROS DEMONIOS
Hay imágenes que llegan para quedarse, en lo personal evoco entre éstas la de un niño pequeño durante la Guerra Civil
Española, a quien acaban de regalar un par de zapatos, su expresión denota que no cabe de felicidad abrazando
aquel tesoro; es de esas fotografías tonificantes
que puedo ver una y mil veces sin cansarme. Algo similar observé en fechas
recientes, se trataba de un adulto quien
salía de un comercio con un par de
zapatos nuevos, no podría precisar datos del producto, lo que mi ojo capturó fue la caja de calzado,
y por encima de todo ello el gesto de aquel joven adulto en una expresión a la
cual bauticé: “El dulce sabor de la ilusión”, inspirador término que me dio
para mucho más que imaginar y pensar, y que hoy deseo compartir.
Uno de los problemas graves del consumismo es pretender
cubrir las necesidades afectivas con objetos materiales, en lo que el diseñador
y productor cinematográfico Tom Ford ha denominado de manera muy atinada “La
cultura de las cosas”, tendencia que genera un creciente vacío interior, mismo que tratará de llenarse del modo más accesible, con cosas
materiales, lo que convierte aquello en un círculo vicioso con que genera hartazgo
y vacío.
Esta concepción consumista de “tengo luego existo” que
contraviene los principios del clásico cartesiano “Cogito ergo sum” es el
disparador absoluto para el consumo dentro de una sociedad como la nuestra, elemento
por el cual nunca dejaremos de comprar lo último en el mercado, la nueva versión, la
tendencia de moda… De manera subliminal aquel mensaje nos conduce a asumir que el
mundo nos valora por lo que tenemos, ocupándonos entonces de no quedar rezagados en el sistema de la
perpetua innovación. De este modo tan
absurdo como avasallador, los consumidores alimentamos de manera continua el inextinguible fuego del mercado.
En este extraño mundo que nos hemos creado una constante es
el vacío interior que tal vez los adultos adormecemos mediante la utilización de
químicos, el barullo o el sexo efímero, sin embargo hay una pequeña figura que
con frecuencia se descuida, un espíritu que se queda en medio de aquel caos con
un vacío imposible de llenar, lo que traerá a la larga problemas estructurales
graves. Las sociedades modernas producen una enorme cantidad de niños solos, que
aparte de su estado de abandono en ocasiones llevan cargas extracurriculares
agobiantes que poco apuestan a la generación de infancias felices.
Un pequeño cambiaría la tableta más costosa por una tarde
con papá o mamá; sin dudarlo descartaría cualquier juguete de tercera
generación a cambio de la compañía cálida y enriquecedora de alguien que le manifieste
que lo quiere, que lo acepta y que es importante, porque muy en el fondo lo que
el chiquito desearía es saberse valorado por los demás por lo que él es, y nada más. Esos niños necesitan satisfacer a toda
costa su sentido de pertenencia, tener la seguridad de que sobre el planeta
existe un punto bendito llamado “hogar” dentro del cual son siempre tomados en
cuenta, amados y reconocidos.
Esos niños solos crecen sin una escala de valores que los afiance
al planeta, de modo que el concepto de la vida misma es muy relativo, y no
dudarán en jugársela sin medir las consecuencias, pues ellos no han asimilado el
hecho de que la muerte es para siempre. Desde la soledad y la plétora material
nuestros pequeños difícilmente logran establecer una escala funcional de valores. No hay mucho de donde abrevar comportamientos
que funcionen a modo de paradigmas, y luego
sobrevienen las tragedias, como la recién acontecida en esta frontera con dos
adolescentes que terminaron muertos de manera absurda en un juego de ruleta
rusa. De ninguna manera podríamos levantar
un dedo y señalar culpables, desconocemos a fondo lo que sucedió, y aun cuando
lo conociéramos, no es nuestro papel convertirnos en jueces de nadie, sin
embargo desde aquí podemos unirnos al
dolor inacabable de esos padres y volver la vista al resto de chicos que pudieran
hallarse en circunstancias similares, y de alguna manera actuar para evitar que
una tragedia de esta magnitud pueda repetirse.
N.L. Kleinfield ganó el Pulitzer de Periodismo 2015 por un
reportaje que habla de George Bell, un hombre solo en la Gran Manzana,
acumulador compulsivo que terminó rodeándose de objetos materiales para acallar
su soledad. De alguna manera a todos
estremece porque a todos retrata, me hace recordar “El Grito” de Edvard Munch,
cuya descarnada imagen nos atrapa porque
condensa los pequeños gritos que todos
llevamos dentro.
“Desilusión”, terrible realidad que viven nuestros niños en
un mundo consumista del cual todos somos responsables. Tiempo entonces de poner las cosas en perspectiva y sanar
vidas.