EN ABANICO
En el curso de la semana, dentro de los trabajos de la FIL
Coahuila, tuve oportunidad de atender la charla del maestro Felipe Garrido
respecto a la comprensión lectora. Escritor
de formación, traductor, catedrático. Miembro de número de la Academia Mexicana
de la Lengua y gran promotor de la
lectura. La plática titulada “Una abuela
lectora” giró en torno a la figura de su abuela materna y la influencia que ella
tuvo en desarrollar el gusto por la lectura del incontable grupo de nietos, que
se reunían en Torreón para celebrar las navidades en familia.
La fórmula que compartió en la charla, así de amena como
enriquecedora, es muy simple: Leer por el gusto de hacerlo es un hábito que se
desarrolla en la escuela. Si el escolar
tiene la fortuna de pertenecer al 11% de hogares en los que hay libros, las
cosas se facilitan, pero finalmente es en las aulas donde ese hábito se
desarrolla. Para lograrlo, el primer
requisito es entender lo que se lee, y más delante poder escribir lo que se
captó de la lectura. Esto último no va encaminado a crear escritores sino a favorecer la comunicación. Si yo leo algo y puedo explicarlo con mis
propios términos por escrito, estaré desarrollando herramientas de
comunicación. En palabras del maestro Garrido, gran parte de los problemas que
vivimos actualmente, tienen que ver con la falta de comunicación.
Parte de mi familia radica en Francia. Desde 2018 hay un programa de acercamiento a
la lectura similar a lo que propone el maestro Garrido. Su traducción sería
“Cuarto de hora de lectura”. Durante el
turno escolar designan de 10 a 20 minutos de lectura individual en silencio. Cada alumno elige voluntariamente un libro y
la lectura se lleva a cabo en grupo. El
tiempo lo consiguen restando un par de minutos a cada materia y otros tantos al
recreo, para trabajar sin desatender el programa académico. Facilitan a los alumnos el acceso a libros de
interés general y favorecen la creación de presentaciones de libros, charlas
con autores y talleres de creación literaria.
Y para el período de vacaciones, los alumnos eligen un libro que leerán
durante esas semanas, para no interrumpir el desarrollo del hábito de la
lectura.
Con gran tino menciona el maestro que un libro nos enseña a
vivir la vida. Esto es, resulta más
sencillo entender el concepto “justicia” mediante una fábula en la que dos personajes
exponen sus posturas frente a un problema, que memorizando conceptos áridos de
un tratado de ética. El niño comprende
con mayor facilidad qué es lo que se debe hacer ante una situación, si se le
permite ser él quien saque las conclusiones pertinentes. Para ejemplos hay infinidad de cuentos,
fábulas y poemas que encauzan la mente infantil o juvenil por la vía del
razonamiento.
Por desgracia, y así lo enfatizó nuestro conferencista, en
México se asocia la lectura con el castigo.
Hasta se ve como si fuera extraterrestre al niño que procura leer por
placer. No falta quién lo señale, en un
mundo donde lo habitual suele ser otro tipo de entretenimientos más allá de la
lectura.
Torreón desempeñó un lugar importante en la primera parte de
la Revolución Mexicana. Nos refiere
Garrido que su abuela les contaba acerca
de personajes como Felipe Ángeles y Pancho Villa. Ello me remitió a las charlas familiares en
casa de mi abuela, también en Torreón, en las que se relataban proezas y
desventuras de abuelos y tíos durante ese mismo período histórico, y que, a la
fecha, a sus diecisiete nietos, nos generan identidad de clan. Del mismo modo recuerdo a mi mamá reproduciendo
pláticas de su abuela materna acerca de las hordas de apaches en poblaciones de
la Región Carbonífera, o respecto a las bodas de época. De la tradición oral
que conocimos durante esas tardes cuando los mayores se reunían a recordar
historias familiares, surge gran parte de la narrativa escrita que va poblando
las páginas de libros y revistas.
Leer por gusto.
Entender lo que se lee. Comprobar
la comprensión lectora. Crear un
universo propio. Escribirlo. Escribirlo, quizá no para dedicarnos a vivir
de la palabra escrita, sino para vernos reflejados en ese concepto de mundo muy
propio; entendernos y entender a los demás.
“Leer es aprender la vida”.
Quince minutos al día por obligación, hasta generar un hábito que
constituirá una especie de lentes para entender y entendernos. Convencernos de que la vida no se desarrolla en blanco y negro, sino en
una gama inabarcable de colores y formas.
A ratos se nos olvida que lo que sembramos durante los primeros años se irá
desplegando como en abanico. Las abuelas
lectoras son las mejores para iniciar el proceso. Tienen historias para narrar
y paciencia para hacerlo. Han ido retomando
la fantasía infantil y tienen todo el tiempo del mundo.