EXHORTACIÓN
NAVIDEÑA
¿Qué
mejor oportunidad nos brinda el año para retornar a nuestros días de infancia,
que la magia absoluta de la temporada navideña?
¿A qué sabe la Navidad? Me quedo pensando, así pues, me echo
un clavado en el arcón de las memorias y encuentro un montón de respuestas que,
como abalorios, tomo entre mis manos para contestarme: La Navidad sabe a
regalos de todas formas y tamaños, envueltos en papeles multicolores bajo un
árbol iluminado el veinticinco en la mañana. Sabe a risas y chocolate; a
buñuelos y ponche de fruta; a cacahuates y colación.
La Navidad huele a canela y a mandarinas; a clavo,
piloncillo y champurrado. Es una emoción contenida a lo largo de muchos días
que explota de improviso, como hacen los juegos pirotécnicos vistos a la
distancia, con ese característico olor a pólvora quemada que habla de
fiesta. Me viene a los sentidos el
rastro de las velas multicolores con las que pedíamos posada puerta por puerta,
hasta llegar gozosos a aquello de “entren santos peregrinos” en algún patio
acondicionado para dar cabida a la piñata y el montón de niños dispuestos a
golpearla. Aquella sensación al momento
de reventar su vientre para ver salir
naranjas, cañas, dulces y serpentinas es un goce infantil que, aún ahora, con
recordarlo me transporta a esos tiempos.
La Navidad encierra sonidos como el del papel celofán rojo,
o verde, o amarillo, ahora casi extinto, bajo el cual se ocultaban sabrosos
confites para la cena del veinticuatro. Así mismo recuerdo el chillido zumbador
de las luces de Bengala que encenderíamos una tras otra, hasta consumir las
diez de la cajita. Otros sonidos son los
de las campanas de Catedral llamando a misa, o las gargantas mañaneras
siguiendo el Kyrie Eleison, en tiempos cuando la misa se daba en latín, con el
sacerdote de espaldas a la grey.
La Navidad es una fiesta a los ojos: Esferas, colores, luces
titilantes. Niños norteños que piden al
buen hombre barbado un juguete, o niños capitalinos que prefieren esperar a
poner su zapato para el Día de Reyes, y que, con la mejor de las suertes,
visitan la Alameda para llevar su cartita y tomarse la foto.
La Navidad son los nacimientos vivientes con un José y una
María de carne y hueso, un niño de juguete envuelto en pañales y un asno dócil
y lento. Detrás de ellos la comitiva que
pide posada puerta por puerta, por las calles empedradas de la pequeña
población al pie de la sierra. Es aquel
sabroso olor a tamales con que se festeja cada tarde a las seis, después de la
procesión y el rosario, la próxima llegada del Niño Dios.
Navidad es la explosión visual de nochebuenas cuyo intenso
colorido parece herir las pupilas; es la increíble combinación de flores que
deriva en colores y formas difíciles de imaginar, como si cada invierno se
reinventaran a capricho.
Navidad es salir de vacaciones, o simplemente a algún sitio cercano a ver el campo
emblanquecido. Enfundarse gorro, bufanda
y guantes para jugar con la nieve, y finalmente dejarla de lado cuando la
humedad congela los dedos. Es poder
levantarse a deshoras y acostarse igual sin que nadie proteste; es hacer cosas
que durante doce meses no están permitidas, y comer aquello que el resto del
año apenas se prueba.
La Navidad sabe a reuniones familiares en las que grandes y
chicos refuerzan los lazos que los unen; es compartir con los seres queridos lo
sucedido durante al año y ser acogidos siempre con cariño. Es proponer tareas conjuntas que a la vuelta
de los siguientes doce meses habrán
cristalizado.
Navidad tiene el encanto de fiestas donde campea la alegría
y la música. Es el olor profundo del
pino natural que evoca al mínimo Francisco de Asís y su primera representación
de la Natividad.
La ocasión se presta para asombrarse y alegrarse; cantar y
divertirse. Es luces en el cielo y en la
casa, en las tiendas y en las plazas, así como en los templos. Es practicar la
armonía con los seres queridos y prodigarse los cuidados y buenos deseos para
el año que está por iniciar. Es volver a
ser niños; dejarse arrobar; reír nada más porque sí y cantar sin tapujos,
aunque seamos los más desentonados de la reunión. Es disfrutar aquel plato de tamales recién
salidos sin remordimiento alguno. Y es
esperar que la magia haga su aparición en derredor, como cuando éramos niños.
Navidad es olvidarse del reloj y de la agenda; es replegar
de nuestra vida las malas noticias y dejarse llevar por las historias de época
que llegan cargadas de esperanza. Es
profundizar en lo simple y descubrir cuan afortunados somos hoy de estar con
vida; de tener una salud que nos permite recibir las fiestas con entusiasmo, y
unos seres queridos que están ahí para acompañarnos.
¡Feliz Navidad, amigos! Que la luz de la estrella de Belén
ilumine sus corazones en este día.