CARRUSEL
En estos días, entre que
celebramos el Día del Niño y llega el Día de la Madre, echamos una mirada a
nuestra propia infancia. Son fechas que
nos conceden permiso para recrear ese niño interior que traemos más o menos
replegado dentro.
En mis años de infancia las familias eran grandes. De 5 hasta 7 hijos en promedio. También había casos
extremos, como el de la señorita Julia, quien
tenía 23 hermanos. No quiero imaginar
preparar tantos desayunos, comidas y cenas; pares de zapatos, cambios de ropa,
y otro tanto de útiles escolares. Aunque
se optimizaba la economía familiar y los “gallitos” de ropa y útiles escolares
pasaban del hermano mayor al menor y luego al siguiente, hasta que terminaban
por desintegrarse. Gonzalo Celorio, en
su obra biográfica “Los apóstatas” relata que, a tal grado era la costumbre de
intercambiar prendas entre hermanos, que, en una ocasión, para un documento
oficial que él requería con urgencia, su
mamá no encontró fotografía suya, y utilizó una de su hermano.
La vida era más simple. La enfermedad o la muerte de los pequeños se
abordaba con estoicismo: “Fue la voluntad del Señor”. Dentro de un pequeño
ataúd de madera, preciosamente forrado con tafeta blanca, haciendo pliegues que
convergían en una estampa del ángel de la guarda en la parte superior, la
familia iba a depositar los restos de ese bebé que probablemente iría a
acompañar a su última morada a uno o dos hermanitos más. Grosso modo, en esos tiempos, uno de cada 5
niños moría antes de cumplir los 5 años.
Las costumbres familiares eran
muy variadas; nalgadas y gritos constituían medidas correctivas en muchos
hogares, y buena parte de los problemas que ocurrían dentro de casa ahí se
quedaban. Hasta el más tremendo de los hijos terminaba por someterse a la ley
paterna. En la medida en que ha avanzado
la pedagogía hemos aprendido a atender de otra manera a los pequeños lo que –al
menos en teoría—debería de estar produciendo resultados más satisfactorios. El índice de natalidad ha disminuido de
manera drástica, hasta el punto de que en algunos países la pirámide
poblacional se ha invertido, mas no necesariamente la calidad de vida ha
aumentado. Simplemente, los problemas son distintos.
Una de las imágenes que vienen a
mi mente cuando pienso en infancia, es la de un carrusel o tiovivo, ese juego de
feria de pueblo que da vueltas mientras las figuras metálicas de caballos,
elefantes y gansos suben y bajan, para goce de sus paseantes. Este mecanismo simboliza
los pequeños actos de violencia doméstica que ocurren en casa y que dañan a los
niños. A la distancia todo parece lindo, hay música y las luces del tiovivo
destacan contra el gris del atardecer.
Cada hijo ocupa su lugar dentro del círculo y parece feliz. Lo que no
vemos a la lejanía es que cada vez que el niño pasa por un punto determinado, resulta
lastimado. La lesión es leve pero
repetitiva, una y otra vez, y el niño no tiene manera de escaparse del
daño. No por falta de imaginación,
simplemente porque él piensa que así son las cosas en todas las familias, y no
pasa por su mente que puedan ser de otra manera.
Diversas autobiografías que he
leído en esta pandemia me llevan a visualizar una especie de radiografía: Familias
de clase media, el papá trabaja, la mamá tiene la casa impecable y la comida
lista; todos cumplen los domingos con ir a la iglesia y pasear juntos. Los
vemos encajar muy bien dentro de la sociedad, pero es sólo desde la experiencia
de quien escribe, como se descubre la realidad dentro del hogar. No son
agresiones graves o con dolo; sino leves y cotidianas, que llegan a
condicionar un acostumbramiento perverso y que a la larga provocan lesiones
permanentes.
En estas fechas habría que
recordar entonces, que a un niño se le disciplina, no se le agrede. Se le enseña, no se le exige lo que no está
en condiciones de cumplir. Se le acepta
siempre, aun cuando su conducta deba ser corregida.
Un niño está en su derecho de
explorar; la curiosidad es parte del
descubrimiento de su entorno. No
queramos hacer de él una marioneta. Él
no pidió venir al mundo, nosotros lo trajimos.
El niño, por su propia condición
es egocéntrico. Habrá pues que enseñarle
que no es el ombligo del mundo, que hay que compartir y desarrollar el goce de
hacerlo.
Fundamental: Aleccionarlo en la
tercera ley de Newton: Que comprenda que a toda acción corresponde una reacción
de igual intensidad y dirección, pero de sentido contrario. Que aprenda que si
siembra cacahuates no va a cosechar manzanas.
Y que en el mundo las cosas se ganan con trabajo.
Concedamos al niño la libertad
para conocer el mundo y para conocerse.
Aplaudamos su disfrute con cada
paso que da y cada escalón que sube.
Celebremos la fortuna de tener este gran maestro en nuestra vida.