PENA QUE NO ES
AJENA
Ante la violencia en las calles lo más sencillo es echar un
vistazo al escenario, señalar con índice de fuego, pontificar y culpar, para al
final retirarnos con la peregrina idea de que nosotros somos mejores que ellos.
Proceso estéril que no lleva a nada.
Lo racional sería analizar lo que sucede, generar empatía
con los actores, tratar de interpretar esa furia con la que acechan y atacan.
Tal vez entonces podremos comenzar a desmadejar el ovillo de la historia
actual, con miras a entenderla.
Utilizo la palabra “empatía” no para significar que estoy de
acuerdo con la violencia con que actúan, sino para sintonizarme en su misma
frecuencia, buscando entender los motivos que llevan a determinado proceder, que
acaba perjudicando a otros en forma directa, o mediante lo que eufemísticamente
se ha denominado “daño colateral”.
En los extremos de las semana que concluye, la ciudad de
México ha sido escenario de dos momentos de violencia callejera, que hablan mal
de los mexicanos, en el concierto mundial. Primero fue la llamada “Ola verde” a
favor de la despenalización del aborto, y luego la marcha en memoria de la
matanza de Tlatelolco. En ambas
manifestaciones hubo infiltración de provocadores que se dedicaron a vandalizar
edificios públicos y privados, y que atacaron en forma directa a quienes
–inermes y sin capacitación alguna—intentaban contener tales actos violentos.
Les han llamado “anarquistas”, y algunos personajes públicos
pretenden compararlos con los hermanos Flores Magón. Quienes así se expresan
ponen en evidencia su falta de conocimiento sobre historia universal y de
México. La palabra “anarquista” es un
traje que les queda muy grande a estos vándalos de pacotilla. Dudo mucho, pero mucho mucho, que actúen
movidos por ideología alguna. Más bien se
comportan como un grupo de niños dentro de una cristalería, que tienen permiso
para hacer cuanto destrozo deseen. Nadie los frenará ni tendrán que rendir
cuentas, algo así como traviesos a los que además les pagan.
Ahora bien: Es obligación de todos los mexicanos entender qué
genera ese cúmulo de ira con la que se les mira actuar. Me hace recordar la técnica terapéutica de
“la silla vacía”, en la que, bajo la supervisión del profesional, el
participante, de frente a una silla vacía, imagina al personaje de su vida que
le genera conflicto. Puede ser el padre,
la madre, el cónyuge… Alguien cuya cercanía y forma de proceder causan
conflicto en el participante. Este,
bajo la conducción del guía, se dirige a la figura que tiene frente a sí, volcando
todo lo que no ha podido verbalizar antes, hasta resolver el conflicto. El tono de la voz va subiendo, para generar
una catarsis de emociones que finalmente provocarán alivio. Algo similar pareciera ser lo que vuelcan
los jóvenes violentos, en contra de íconos que simbolizan aquellos elementos
que –ellos sienten-- les han dañado.
La idea de los “cinturones de paz” de Claudia Sheinbaum
representó una forma de poner a personas no capacitadas, a ejercer funciones
que son propias de las fuerzas del orden, exponiéndolas a riesgos que no tienen
por qué correr. Ya amenazó con
reproducir el modelo en futuras ocasiones, esperemos que no sea así. Es una absurda paradoja tener un país
militarizado hasta los dientes, pero con las manos atadas, y en lugar de que
actúen las fuerzas del orden, lanzar como carne de cañón a civiles ajenos a
dicha función.
En días pasados, por invitación de unos queridos amigos,
tuve la oportunidad de asistir a un encuentro de la Comunidad Japonesa en el
Noreste del país. Fue un evento interesante, cargado de emoción, con grandes
planes a futuro. El conferencista principal, Dr. Shinji Hirai, es un antropólogo
social de carrera, oriundo de la nación nipona.
Él se ha dado a la tarea de contactar a descendientes de segunda y
tercera generación, de japoneses llegados a México durante el siglo pasado, con
sus raíces en oriente. Dentro de las
maravillas que presentó de su tierra natal, dio un dato que me dejó impactada:
Durante el 2018 en todo Japón, hubo un total de 10 crímenes. Esto es, menos de uno al mes, en un país cuya
población en el 2018 fue equivalente a la de México para el mismo período de
tiempo.
Una terrible realidad es que, con la normalización de la
violencia, no nos sorprendería si acá esos mismos 10 crímenes se reportaran en
un solo sector de una ciudad, en el curso de un mes. Lo leemos y pronto pasamos a otra cosa más
interesante, como sería la herencia de José José, o los cocodrilos de Trump.
Lo que sucede en las calles de la Ciudad de México para nada
es “de pena ajena”, sino propia, muy propia.
Es una responsabilidad de cada uno de nosotros como mexicanos. ¿O vamos
a esperar a que vandalicen nuestro domicilio, para pensar en actuar?