CONSTRUIR CASTILLOS DE NAIPES
El francés Gilles Lipovetsky es un filósofo en el campo de
la sociología. Sus estudios académicos
acreditan ambas disciplinas y él ha sabido combinarlas de manera virtuosa,
asociadas a una tercera: La pedagogía.
Quizá su obra más conocida sea “La era del vacío” publicada en 1983, en la
cual habla sobre las nuevas tendencias marcadas por el consumismo, que conducen
a una hiper-individuación, que condiciona una ruptura respecto a los demás,
para quedar inmersos en una burbuja que aísla y genera una sensación de
ansiedad. Hay que recalcar que este libro se publicó antes del advenimiento de
las redes sociales.
Uno de los efectos que provoca la espiral narcisista
postulada por Lipovetsky es la sensación de vacío, que buscamos llenar de una y
mil formas. Al hablar de la educación de
los niños pequeños, a los adultos nos genera angustia descubrir que tengan
tiempos muertos. Procuramos saturar su
agenda con actividades extracurriculares que los mantengan ocupados de manera
perenne, sin tomar en cuenta que los tiempos de ocio y aburrimiento son más que
necesarios para todo ser humano, máxime en las edades en que se lleva a cabo la
exploración de lo propio. Para su sano
desarrollo el chico debería tener esos tiempos de no hacer nada en concreto,
que le den oportunidad de entrar en el flujo de conciencia colectiva y
descubrir que, precisamente, él forma parte de un todo cósmico que le da
identidad y sentido. Cuando nosotros,
sus cuidadores, nos empeñamos en sobresaturarlo de actividades, estamos
coartando ese derecho que tiene para conocerse, disfrutar y expandir sus
horizontes.
De igual manera nosotros, adultos, caemos en el guion fijado
por otros que indica que la mejor manera de vivir es manteniéndonos siempre
ocupados, como si no tuviéramos permiso de distraernos ni de perdernos en algo
que no sea una actividad contable y productiva. Desechamos los tiempos de sano
esparcimiento cargados de una culpa social que no nos deja, y finalmente
regresamos a la rutina de la actividad incansable, para llenar ese vacío
existencial de aquello que alguien más –porque no somos nosotros mismos—ha
determinado para nuestra vida.
Es maravilloso descubrir la forma en que la filosofía nos
presenta los hechos cotidianos de la vida, provistos de un significado
singular. Recientemente leí el
maravilloso libro de Juan Villoro intitulado “La figura del mundo”, un texto
híbrido que cabalga entre la crónica y el ensayo personal, para hablar de la
relación con su padre Luis Villoro Toranzo, filósofo de carrera. Más de una
vez, cuando le preguntaban de niño a qué se dedicaba su padre, se sorprendió
tratando de explicarlo: “Mi papá se ocupa de hallar el sentido de la
vida”. Cierto, en un mundo tan práctico
como el nuestro, resulta poco aconsejable dedicarse a hallarle el sentido a la
vida, sin saber bien a bien qué alimentos se van a llevar a la mesa
familiar. No obstante, la figura del
filósofo es más que necesaria y a todos nos conviene conocer sus propuestas existenciales. Porque, está visto, enfocar nuestra vida en
términos de producción materialista, no termina de conceder un sentido último a
nuestros días. Y en esa encrucijada vital es que muchos espíritus han terminado
mal, incluso abatidos.
El uso de las redes sociales ha conseguido, con mucho,
exacerbar ese narcisismo del que nos venía hablando Lipovetsky desde hace poco
más de cuarenta años. A través de los
recursos tecnológicos conseguimos editar nuestro perfil, hermosearlo y
presentar al mundo una imagen que nos muestre de la mejor manera, aun si esta
no empata con lo que es real. Tomamos
diez selfis para elegir la mejor y subirla.
Manipulamos el entorno para contar una historia a otros, aun cuando en
el fondo sepamos que no es del todo verídica.
Nos empeñamos en parecer más que en sentir; en crear una narrativa de
éxito más que en trabajar por desarrollar lo propio. En redes sociales el narcisismo se solaza al
máximo y sin tanto esfuerzo, empeñados en ser los que más “likes” alcancen. No nos percatamos bien a bien del uso que
estamos dando a nuestro tiempo ocupados en fabricar imágenes, cuando podríamos
estar aprovechándolo en un auténtico desarrollo.
Sentimos la necesidad de llenar vacíos con urgencia, echando
mano de lo que tenemos al alcance, precipitadamente, como si en ello nos fuera
la vida. Nos enfocamos hacia los
sentidos, descuidando lo que corresponde al mundo interior. Caemos en un
letargo colectivo que nos homologa a todos en un mismo escenario ficcional, que
no apuesta a desarrollar nuestro sentido último como personas.
Todos estamos necesitados de significados que vuelvan
nuestra vida satisfactoria. Tal vez aún no
lo hayamos descubierto, ocupados en el fútil juego de construir castillos de
naipes.

