domingo, 22 de noviembre de 2020

CONTRALUZ por María del Carmen Maqueo Garza


LA REVOLUCIÓN HOY

Acerca de la Revolución Mexicana  somos capaces de hablar en segunda persona, evocando historias que nos resultan cercanas.  Surgen anécdotas que muy probablemente no están escritas en ningún libro de época, o que, a causa de su transmisión oral a partir del hecho original, van sufriendo variaciones en una especie de “teléfono descompuesto”, como el que jugábamos de niños. Aún viven personas que nacieron pocos años después de 1908, la primera vez que  Madero convocó a la población a levantarse en armas para desbancar al presidente inamovible por 30 años. Esas personas estuvieron próximas a ciertos  hechos que detonó la Revolución en 1910 y  culminó en 1917 con la expedición de la nueva Constitución Mexicana.

Dentro de esta obligada nueva normalidad, el desfile deportivo y militar se sustituyó por un magno evento en la explanada del Monumento a la Revolución en la Ciudad de México. A propósito de los personajes que recordamos al hablar del período de 1910 a 1917, en días pasados la UNAM San Antonio transmitió una espléndida charla del Doctor Javier Garciadiego con motivo del centenario luctuoso de Venustiano Carranza. Charla que, por cierto, se halla en la página de UNAM San Antonio, para quien guste verla.  Con un dominio excepcional sobre el tema, el historiador fue conectando una red de personajes cercanos a Carranza, que finalmente tuvieron que ver con su asesinato aquella noche de mayo de 1920 en Tlaxcalantongo, Puebla, en donde planeaba pernoctar en  su trayecto al puerto de Veracruz.  Cierto, hay que decirlo, desde la incubación de lo que se consolidaría como un movimiento armado en 1910, la muerte estuvo presente. De los asesinatos en el preámbulo de la Revolución, fue el de Aquiles Serdán en la ciudad de Puebla. En la residencia familiar se parapetaron los hermanos Serdán, familiares y simpatizantes de la causa antirreeleccionista; hasta ahí llegó un grupo de militares armados con la intención de ultimar a Aquiles.  En la reyerta murió su hermano Máximo, y su hermana Carmen Serdán salió herida.  Por cierto, a partir de ahora aparece la imagen de la hermana en el anverso de los nuevos billetes de mil pesos al lado de Francisco I. Madero y Hermila Galindo.

Para las nuevas generaciones de mexicanos es poco probable  escuchar de forma directa anécdotas de aquellos tiempos, dando vida a personajes que de otra manera vemos planos, como las imágenes de los nuevos billetes.  Necesitamos dotarlos de una dimensión humana, mostrarlos como lo que son, hombres y mujeres de carne y hueso como nosotros.  Individuos que albergaron sueños de una mejor nación para todos, y que no tuvieron empacho en arriesgar la vida por lograrlo.   Tal vez algo de esto explique el desgano con que los niños y jóvenes ven la historia, como fechas y nombres que deben memorizar para aprobar una materia.  No estamos logrando transmitirles la realidad histórica de entonces.  Lo que representaba llevar diarios de campaña; lograr identificar al enemigo con la única ayuda de un par de binoculares.  Comunicarse a la distancia mediante el telégrafo, y enviar dinero, víveres y armamento a lomo de caballo.  A ratos las nuevas generaciones visualizan los hechos pasados como quien ve una película desde la comodidad de su casa, comiendo palomitas y tomando alguna bebida refrescante.  Pueden pausarla o detenerla cuando gusten, o pueden cambiar de canal.  A los adultos nos ha faltado conectarnos con las nuevas generaciones, para dotar a las historias y a los personajes de una dimensión tangible, con la que los chicos puedan sentirse identificados.  Esto es, los revolucionarios no fueron superhéroes con atributos extraordinarios que, con mover una mano vencieron ejércitos contrarios, y con la otra cambiaron el escenario agreste por uno florido.  No será hasta que los presentemos como seres humanos similares a nosotros, con hambre, con frío, cansados, sudorosos, con miedo; con familia a la cual no saben si volverán a ver… Personajes convencidos de que México debe cambiar, de modo que se hacen responsables de efectuar dicho cambio.

La labor para conseguir que los niños y jóvenes se identifiquen con los héroes de nuestra historia no recae solamente en los maestros.  Debe de empezar en casa, involucrar a los abuelos, preguntarles qué escucharon ellos de niños, qué historias conocen; de qué manera el lugar donde vivimos participó –en este caso-- en la gesta revolucionaria.  De esa trama fundamental derivarán infinidad de subtramas que  permitan a la juventud entender de otra manera la historia de México.

Somos un país de indiferentes.  Contemplamos lo que pasa, si acaso tuiteamos nuestro descontento y sentimos que así ya hemos cumplido.  Urge hacer de nuestros héroes personajes vivos que contagien amor por México.

POESÍA de María del Carmen Maqueo Garza

 

MAINSTREAM

No soy  caudaloso río que avanza entre el aplauso bullanguero

No soy la campiña colorida que celebra el mundo

No soy el vuelo ni el canto, ni la miel que embriaga

Soy río subterráneo

     Silencio que se explora

           A sí mismo en perpetua búsqueda

Soy reclamo que se lanza al viento hasta perderse

Soy voz deseosa de hablar en nombre de los mudos

Para hacerse escuchar por los sordos de espíritu

Soy canto  ancestral que fluye bajo tierra

Mirada sigilosa que observa al mundo

Agazapada, cuidando no ser vista.

 

Seguiré lanzando al viento puños de palabras

prendidas de esperanza.

La vida corresponde a mis propósitos

Con el goce de una epifanía

Que me lleva a seguir creyendo y sembrando,

Sembrando y cantando

Hasta la última brizna de voz en el ocaso.

CUENTO de Juan José Arreola

 La parábola del trueque

Al grito de «¡Cambio esposas viejas por nuevas!» el mercader recorrió las calles del pueblo arrastrando su convoy de pintados carromatos.

Las transacciones fueron muy rápidas, a base de unos precios inexorablemente fijos. Los interesados recibieron pruebas de calidad y certificados de garantía, pero nadie pudo escoger. Las mujeres, según el comerciante, eran de veinticuatro quilates. Todas rubias y todas circasianas. Y más que rubias, doradas como candeleros.

Al ver la adquisición de su vecino, los hombres corrían desaforados en pos del traficante. Muchos quedaron arruinados. Sólo un recién casado pudo hacer cambio a la par. Su esposa estaba flamante y no desmerecía ante ninguna de las extranjeras. Pero no era tan rubia como ellas.

Yo me quedé temblando detrás de la ventana, al paso de un carro suntuoso. Recostada entre almohadones y cortinas, una mujer que parecía un leopardo me miró deslumbrante, como desde un bloque de topacio. Presa de aquel contagioso frenesí, estuve a punto de estrellarme contra los vidrios. Avergonzado, me aparté de la ventana y volví el rostro para mirar a Sofía.

Ella estaba tranquila, bordando sobre un nuevo mantel las iniciales de costumbre. Ajena al tumulto, ensartó la aguja con sus dedos seguros. Sólo yo que la conozco podía advertir su tenue, imperceptible palidez. Al final de la calle, el mercader lanzó por último la turbadora proclama: «¡Cambio esposas viejas por nuevas!». Pero yo me quedé con los pies clavados en el suelo, cerrando los oídos a la oportunidad definitiva. Afuera, el pueblo respiraba una atmósfera de escándalo.

Sofía y yo cenamos sin decir una palabra, incapaces de cualquier comentario.

-¿Por qué no me cambiaste por otra? -me dijo al fin, llevándose los platos.

No pude contestarle, y los dos caímos más hondo en el vacío. Nos acostamos temprano, pero no podíamos dormir. Separados y silenciosos, esa noche hicimos un papel de convidados de piedra.

Desde entonces vivimos en una pequeña isla desierta, rodeados por la felicidad tempestuosa. El pueblo parecía un gallinero infestado de pavos reales. Indolentes y voluptuosas, las mujeres pasaban todo el día echadas en la cama. Surgían al atardecer, resplandecientes a los rayos del sol, como sedosas banderas amarillas.

Ni un momento se separaban de ellas los maridos complacientes y sumisos. Obstinados en la miel, descuidaban su trabajo sin pensar en el día de mañana.

Yo pasé por tonto a los ojos del vecindario, y perdí los pocos amigos que tenía. Todos pensaron que quise darles una lección, poniendo el ejemplo absurdo de la fidelidad. Me señalaban con el dedo, riéndose, lanzándome pullas desde sus opulentas trincheras. Me pusieron sobrenombres obscenos, y yo acabé por sentirme como una especie de eunuco en aquel edén placentero.

Por su parte, Sofía se volvió cada vez más silenciosa y retraída. Se negaba a salir a la calle conmigo, para evitarme contrastes y comparaciones. Y lo que es peor, cumplía de mala gana con sus más estrictos deberes de casada. A decir verdad, los dos nos sentíamos apenados de unos amores tan modestamente conyugales.

Su aire de culpabilidad era lo que más me ofendía. Se sintió responsable de que yo no tuviera una mujer como las de otros. Se puso a pensar desde el primer momento que su humilde semblante de todos los días era incapaz de apartar la imagen de la tentación que yo llevaba en la cabeza. Ante la hermosura invasora, se batió en retirada hasta los últimos rincones del mudo resentimiento. Yo agoté en vano nuestras pequeñas economías, comprándole adornos, perfumes, alhajas y vestidos.

-¡No me tengas lástima!

Y volvía la espalda a todos los regalos. Si me esforzaba en mimarla, venía su respuesta entre lágrimas:

-¡Nunca te perdonaré que no me hayas cambiado!

Y me echaba la culpa de todo. Yo perdía la paciencia. Y recordando a la que parecía un leopardo, deseaba de todo corazón que volviera a pasar el mercader.

Pero un día las rubias comenzaron a oxidarse. La pequeña isla en que vivíamos recobró su calidad de oasis, rodeada por el desierto. Un desierto hostil, lleno de salvajes alaridos de descontento. Deslumbrados a primera vista, los hombres no pusieron realmente atención en las mujeres. Ni les echaron una buena mirada, ni se les ocurrió ensayar su metal. Lejos de ser nuevas, eran de segunda, de tercera, de sabe Dios cuántas manos… El mercader les hizo sencillamente algunas reparaciones indispensables, y les dio un baño de oro tan bajo y tan delgado, que no resistió la prueba de las primeras lluvias.

El primer hombre que notó algo extraño se hizo el desentendido, y el segundo también. Pero el tercero, que era farmacéutico, advirtió un día entre el aroma de su mujer, la característica emanación del sulfato de cobre. Procediendo con alarma a un examen minucioso, halló manchas oscuras en la superficie de la señora y puso el grito en el cielo.

Muy pronto aquellos lunares salieron a la cara de todas, como si entre las mujeres brotara una epidemia de herrumbre. Los maridos se ocultaron unos a otros las fallas de sus esposas, atormentándose en secreto con terribles sospechas acerca de su procedencia. Poco a poco salió a relucir la verdad, y cada quien supo que había recibido una mujer falsificada.

El recién casado que se dejó llevar por la corriente del entusiasmo que despertaron los cambios, cayó en un profundo abatimiento. Obsesionado por el recuerdo de un cuerpo de blancura inequívoca, pronto dio muestras de extravío. Un día se puso a remover con ácidos corrosivos los restos de oro que había en el cuerpo de su esposa, y la dejó hecha una lástima, una verdadera momia.

Sofía y yo nos encontramos a merced de la envidia y del odio. Ante esa actitud general, creí conveniente tomar algunas precauciones. Pero a Sofía le costaba trabajo disimular su júbilo, y dio en salir a la calle con sus mejores atavíos, haciendo gala entre tanta desolación. Lejos de atribuir algún mérito a mi conducta, Sofía pensaba naturalmente que yo me había quedado con ella por cobarde, pero que no me faltaron las ganas de cambiarla.

Hoy salió del pueblo la expedición de los maridos engañados, que van en busca del mercader. Ha sido verdaderamente un triste espectáculo. Los hombres levantaban al cielo los puños, jurando venganza. Las mujeres iban de luto, lacias y desgreñadas, como plañideras leprosas. El único que se quedó es el famoso recién casado, por cuya razón se teme. Dando pruebas de un apego maniático, dice que ahora será fiel hasta que la muerte lo separe de la mujer ennegrecida, ésa que él mismo acabó de estropear a base de ácido sulfúrico.

Yo no sé la vida que me aguarda al lado de una Sofía quién sabe si necia o si prudente. Por lo pronto, le van a faltar admiradores. Ahora estamos en una isla verdadera, rodeada de soledad por todas partes. Antes de irse, los maridos declararon que buscarán hasta el infierno los rastros del estafador. Y realmente, todos ponían al decirlo una cara de condenados.

Sofía no es tan morena como parece. A la luz de la lámpara, su rostro dormido se va llenando de reflejos. Como si del sueño le salieran leves, dorados pensamientos de orgullo.


Tomado de Biblioteca Digital Ciudad Seva

Tiernos mellizos cantan con su mamá

Max Richter - Noviembre: Historia en imágenes

CONFETI DE LETRAS por Eréndira Ramírez


Durante estos días he tenido en tres ocasiones serias dudas acerca de si debiera ser preocupación la pobreza. A través de videos y de fotos muestran a grupos originarios de África , en condiciones de miseria muy palpables, ejecutando danzas con gran destreza y mostrando mucha alegría al hacerlo. Una foto que pudiera ser de cualquier lugar de nuestro país, exhibía aun grupo de niños, que se divertían utilizando una vieja sandalia como si fuera un celular y se tomaran una "selfie".
     Una amiga me mostraba unos tarros cerveceros con imágenes de tarahumaras, fotos reales, que "adornaban los tarros" la imagen me produjo una sensación de dolor, de culpa, de malestar que quise explicarle a mi amiga. Yo no era capaz de tener grabada esa cara preciosa de los rarámuris, sin sentir que era un pueblo tan desamparado, al cual se le utilizaba más como elemento de decoración, atractivo turístico o para sentirnos identificados con una etnia a la cual ni siquiera conocemos realmente.
Mi amiga intentó convencerme de que no sufriera por eso, que ellos eran "felices" en su hábitat y que sí se les brindaba apoyo, solo que ellos lo gastaban en vicios, pero así -insistió- son felices.
No intenté siquiera rebatirle la idea, era trabajo arduo, y estéril, supuse. Creo que pocos pensamos en que sin necesidad de que los indígenas abandonen su hábitat, son susceptibles de ser dignificados y no tan solo rebajados a considerarlos una etnia sin valores, sin aspiraciones, sin voluntad ni mejores posibilidades, más allá de vivir bajo efectos de la droga y el alcohol. Tal concepto me pareció miserable.
     Ver todo esto me produjo un efecto contrario al de la mayoría que lo compartíamos. Sentir que de verdad consideramos que esa gente en pobreza extrema no requiere de más para ser feliz,  hasta el punto de hallar envidiable su capacidad de serlo tan fácilmente. Me pareció estar evadiendo una realidad con una errática percepción de felicidad, porque la verdad, ninguno de los que compartíamos esas imágenes seríamos felices en esa situación y viviendo con tantas carencias.
     Si esto fuera cierto, sería un alivio a mi conciencia, porque finalmente en la historia de la humanidad la mayor industria ha sido la que fabrica pobreza. Hay tantos y exigen tan poco; ahora, si además consiguen ser felices, cosa que la gente ambiciosa, que acapara la mayor parte de las riquezas de este mundo no logra hacer, no tiene sentido cambiar el rumbo.
     No todos sabemos encontrar la felicidad en pequeños detalles, sigamos utilizándolos a ellos, a la gente pobre, como incentivo.  Quizá nosotros necesitemos un artefacto un poco más sofisticado y costoso que una vieja sandalia, para lograr una emoción comparable. Lástima, me digo, ¡no somos pobres!

NO ESTAMOS SOLOS...