VISIÓN A FUTURO
Un grave problema en nuestro país tiene que ver con el
tiempo. No actuamos con visión a
futuro. Identificamos esto en muchos
tópicos: más que planificar a largo plazo, estamos ideando soluciones
emergentes, como quien dice, apagando fueguitos cuando surgen.
Con relación a la pandemia, no se previó con la debida
seriedad un plan de prevención y atención temprana de COVID, lo que ha costado
incontables vidas, y no sabemos cuál será el costo económico y social de las
secuelas que deje la enfermedad en los sobrevivientes. Todavía no es el momento
para hacer el recuento de los daños, pues estamos aún en medio de la tormenta. El gran dilema en estos momentos gira en
torno al regreso a clases para el lunes 30.
Se miden los riesgos sanitarios, que en condiciones ideales serían
bajos, pero no en México, cuando buena parte de las escuelas carecen de la
infraestructura elemental que asegure una buena higiene. No hay un diseño arquitectónico que garantice
la ventilación de los espacios cerrados ni tenemos la certeza de que todo el
personal, no sólo los profesores, tenga su esquema de vacunación completo. Además, conforme a recientes estudios en el
vecino país del norte, se ha visto que evitar contagios en la escuela va en
relación directa con que los padres de
los escolares se hallen debidamente vacunados.
Esto es, después de un año y medio de ausencia a las aulas
se da la controversia entre volver o no.
Dentro de muchas familias la enfermedad ha impactado, ya sea con muertes
o con secuelas de la COVID. Además de
los perjuicios económicos que ha dejado la enfermedad por cierre de centros
laborales o muerte de los cabezas de familia.
Para los niños ha sido un tiempo de grandes cambios intrafamiliares;
ruptura de esquemas; grandes tiempos muertos y pérdida de marcos de
referencia. Todo México está enfocado en
lo que sucederá el lunes, pero poco o nada se está incluyendo lo relativo a
la inteligencia emocional de esos niños.
Desde la introducción del concepto de inteligencia emocional
como parte de la fórmula de la educación, las cosas han adquirido otro
enfoque. Por ahí circula una frase
atribuida a José María Toro, especialista en educación y autor de varios
libros, que dice: “De qué sirve que un niño sepa colocar Neptuno en el
universo, si no sabe dónde poner su tristeza o su rabia”.
Es justo lo que no estamos incluyendo en el plan maestro de
atención a nuestros niños durante y después de la pandemia: La visualización de
que esas emociones personales, familiares y políticas van a dejar grandes
secuelas en su forma de pensar y de actuar.
Quienes crecimos dentro de un ambiente bastante ordenado y tranquilo,
por mera higiene mental hemos tenido que revisar nuestro inventario de
emociones propias. Con mayor razón ellos, los niños y adolescentes de hoy,
tendrán que hacerlo para sobrevivir. No
se trata de esperar a que esos daños se traduzcan en conductas antisociales
para comenzar a apoyarlos. Hay que
empezar desde ahora, a través de intervenciones profesionales, para trabajar a
favor de una inteligencia emocional sana.
De acuerdo con el libro: “Inteligencia emocional y bienestar”,
de la Universidad de Zaragoza, España, 2014, las cinco acciones clave para
desarrollar la inteligencia emocional en la escuela son: 1) Intervenir ante el
fracaso; 2) Favorecer la motivación; 3) Facilitar las relaciones humanas; 4)
Gestionar conflictos, y 5) Prevenir la violencia. Si damos una vista a vuelo de pájaro en lo
que ha sido la dinámica familiar en gran parte de los hogares durante estos
meses, descubriremos que el simple confinamiento ha generado rispideces de
todos tamaños. Recordemos que, en la
mente del niño menor de 7 años, esas pérdidas las considera causadas por él; su
radio de percepción no alcanza a ver las cosas más allá. En particular, si hubo una muerte cercana en
la familia, ese niño difícilmente se zafará de la idea de que se murió por su
culpa. Ya lo hemos mencionado en alguna
ocasión, el niño deprimido suele volverse agresivo. Si no lo tomamos en cuenta
y sólo nos enfocamos en reprimir la violencia que expresa, las cosas no podrán
resolverse.
Nuestros niños han debido de aprender a cuidarse, me atrevo
a afirmar que mucho más que los niños de cualquier otra época. Llevan una carga de responsabilidad muy grande
para su edad.
Necesitamos programas educativos con planeación a futuro, anticipándose
a intervenir de manera oportuna frente a cada problema que se identifique como
potencial. Es indispensable que exista congruencia
entre las necesidades reales y las soluciones concretas, al margen de discursos
políticos. La inteligencia emocional de
nuestros futuros ciudadanos está en grave riesgo hoy. Nos corresponde a nosotros, dentro y fuera del
aula, velar por ella.