MADRES QUE TEJEN
Hay un solo niño
bello en el mundo y cada madre lo tiene.
José Martí
En estos últimos meses, cuando la mayor parte del tiempo
miro el mundo a través de una ventana, o bien, cuando la plaza del pueblo es mi patio, que cobra voz y me regala epifanías,
canto a la madre de un modo distinto.
Quizá más nostálgico, quizá más profundo, abarcando a las madres que me
precedieron para enriquecer ese concepto originario que da soporte al mundo.
Textual y textil vienen de una misma raíz; ambas significan
lo que se teje, unas veces con fibras naturales o sintéticas, otras –quizá las
más—con emociones. El lenguaje se
desplaza a través del aire como un viento juguetón que entra por los sentidos y
va a instalarse en el cerebro y el corazón.
La madre teje cada día, cada minuto.
Teje con sus palabras, con sus gestos, a través de la actitud con que
enfrenta la vida. Ella nos transmite grandes lecciones desde el
primer momento, cuando una minúscula gota nos conecta a nosotros –que somos otra
gota-- a su vientre para siempre.
De la madre aprendemos el lenguaje de las palabras, pero más
aún, aprendemos el de las ideas, de las sensaciones. Ella nos alecciona sobre cómo acoger lo que
viene de fuera, cómo procesarlo y hacerlo nuestro. Nos enseña mucho más a
través de sus silencios que del barullo de una tarde familiar de fiesta.
El padre es el tronco; la madre es el follaje. El padre es el torrente portentoso; la madre
el lecho suave que acuna las formas. El
padre es el fuerte viento; la madre es la brisa matutina que se suspende en la
nada, milagrosamente, cuando los primeros haces del sol van horadando la alborada.
El padre es el canon; ella, la madre, es el fino papel que
lo contiene y sustenta. Él llega a ser
el gran ausente; ella es la siempre presente, la sangre que palpita segundo a
segundo mientras haya vida.
Hoy quiero bendecir a las madres que han estado allí
siempre, para contener la tierra. Como
suave tela que cubre, que cura, que fortalece. Como camino que va un paso delante nuestro
insinuando la ruta, y que sabe retirarse cuando el hijo tiene la fuerza
necesaria para seguir andando por cuenta
propia.
Quiero agradecer a mi madre y a todas las madres que han
conformado ese universo en el que los poetas sobrevivimos, aun cuando sintamos
que la tierra retiembla a nuestros pies, y lo hace más cada día. Esas madres que nos enseñaron a amar las
palabras, a volar montados en ellas como aves mágicas que nos llevan de uno a
otro lado con la fuerza de la imaginación.
Expreso el amor a las madres que no se doblan. Las que, en plena tormenta, flexibles se mecen a uno y otro lado. Sabias frente a la
fuerza del vendaval, se niegan a quebrarse.
Esas mujeres conectadas con el
espíritu que todo trasciende, para sacar fuerzas de flaqueza y seguir adelante
cada día.
Las madres son humanas, a veces se equivocan. Pueden haber cometido faltas pequeñas que el
viento pronto borra; tal vez sus faltas dejaron una gran huella que ni toda una
vida disipa. Pero ¿qué acaso nosotros
–sus hijos—no somos igual de humanos, y también nos equivocamos?
Un día el ser físico de la madre parte. Parte, pero aun así
permanece; sabemos que ella se queda con nosotros. Nos acompaña y se hace presente de muchas
formas, más de las que alcanzamos a percibir. La madre es como una segunda piel
que nos da identidad, es una forma única de relacionarnos con el mundo; es un
canal de oración que nos permite conectar con Dios. Ella está aquí, junto a nosotros siempre, y
más lo hace en esos días difíciles cuando más necesitamos su presencia. Vive en nuestros sentidos y en nuestras
memorias como lo más entrañable, y alegra cualquier mañana con el revoloteo
juguetón de un colibrí.
El Día de la Madre es hoy, mañana, pasado mañana… Los 365
días del año. Podemos festejarla
mediante una llamada, un beso, una oración.
Un expresar “gracias por darme el ser”.
No son necesarios los grandes gastos de la fiesta de ocasión ni los del costoso
memorial en el camposanto. Para ella es
más valiosa la presencia de ese hijo amado que no se cansa de decirle: “Te quiero”.