UNIVERSOS INTERIORES
Como un personaje salido de la narrativa de la argentina Jorgelina
Etze se viene perfilando Andreas
Lubitz,el copiloto del vuelo de Germanwings que cayó en picada en los Alpes
franceses. Los personajes de Etze podrían pasar desapercibidos dentro de
cualquier grupo humano, aunque tienen una parte oscura que aflora cuando el
lector menos lo espera, a la vuelta de una esquina, o en el momento en que el
protagonista mira al horizonte, para comenzar
a escribir la verdadera historia, esa que parte de unos motivos que solo el
personaje, y tal vez el autor conocen, y llevar la trama a una situación
inesperada.
Un joven de 28 años con
algo más de 600 horas de vuelo y poco tiempo
de haber sido reinstalado en dicha línea
aérea, sin nada fuera de lo normal en su comportamiento, conforme relatan las autoridades de la línea y
sus compañeros de trabajo. Según lo que
se ha obtenido a través de las cajas negras de la aeronave, inexplicablemente,
luego del momento cuando el piloto abandona la cabina, probablemente para
atender una necesidad fisiológica, Lubitz atranca la puerta, se niega a acatar
órdenes, no responde a la torre de control, y maniobra la nave hasta estrellarse.
Es una historia más que se suma a esas tantas que conocemos
a través de los medios informativos, y que van desde lo exorbitante hasta lo
bizarro, y a ratos nos hacen temer
que estemos rodeados de personajes del
inframundo que buscan acabar con la raza
humana.
Una cosa es cierta, estamos viviendo tiempos que nos limitan
de manera considerable la oportunidad de desarrollar la comunicación cara a cara, esto es, la
convivencia directa, sin que medie –o estorbe, según el caso—la
tecnología. Lo que es una charla directa,
viéndose a la cara unos a otros, una sobremesa familiar, un café con amigos, un
día de campo… ocasiones escasas hoy en día, en las que la relación de unos con
otros se lleva a cabo de manera directa, cercana y tangible. En cualquier escenario urbano que podamos
imaginarnos no ha de faltar la mirada baja, ajena al entorno, sumida en la
pantalla de algún dispositivo electrónico.
Tampoco sorprende que haya un
grupo de tres o cuatro en el cual cada elemento hace lo propio, estar de cuerpo
presente, con la atención metida en una realidad virtual que de muy diversos modos nos sustrae de la vida real.
En ese aislamiento ya no resulta extraño descubrir que no conocemos al de al
lado. No alcanzamos a definir con
precisión muchas cosas acerca de los demás, y se
perfila un problema aún más grave, estamos llegando al punto de ni siquiera
conocer a cabalidad las cosas
propias. Vamos dejando de interesarnos
por lo que está fuera de la pantalla, de manera que nuestro universo va enjutándose; nos interesa un menor número
de cosas de un menor número de personas,
incluso de nosotros mismos, en un preocupante proceso de fuga.
De acuerdo a todo
ello no nos sorprenda la posibilidad de que Lubitz tuviera un lado oscuro que nadie pudo
detectar con oportunidad. Es difícil
tratar de entender qué pensamiento lo llevó a emprender una acción que puso fin
a la vida de 150 personas, incluida la propia. ¿Fue un arranque de locura? ¿Fue
un juego perverso para probarse a sí mismo de qué era capaz? ¿Fue una acción
fuera de toda razón…? Probablemente nunca lo sabremos con absoluta certeza.
El personaje de “Una mañana de paz” de Jorgelina Etze surge
en un escenario urbano cualquiera, es un hombre sin edad, cuyo oficio no
conocemos, que deambula sin rumbo por la calle.
De repente lo saca de sus cavilaciones una mujer que suponemos joven,
misma que pareciera llamar la atención
de nuestro personaje, tanto que decide seguirla por un par de cuadras, mientras
decide si presentarse ante ella, o qué hacer.
Por su parte ella comienza a acelerar su paso, quizás inquieta por el acoso del protagonista;
él se apura a alcanzarla, la toma con un brazo mientras con el otro le coloca
un puñal en el cuello. Como una ráfaga pasa un pensamiento por su mente “no, no
me interesa robarle la cartera”, pero en ese punto ya nada lo detiene, y antes
de que él mismo se percate de lo que
hace ya ha atravesado la piel de la muchacha.
Ahora ya cesó su enojo: ¿Qué acaso ella no entendió que no la hubiera matado si no hubiera gritado…? Se da
cuenta entonces de que la chica le llamó
la atención, quería conocerla, y ha
descubierto que no soporta el ruido.
¿Cuántos universos como este
tendremos atrapados en nuestro interior cada uno de nosotros…?
¡Cómo urge rescatar la
comunicación personal directa, alejar los ojos de la pantalla y reencontrarnos
en el plano de la realidad consciente!