BARRER LA CASA
Sin lugar a dudas estas últimas han sido unas
semanas difíciles para todos los mexicanos.
Estamos en la zozobra del modo como las reformas energética y fiscal impacten a
nuestra ya castigada economía doméstica, a la vez que observamos la forma
caótica como la ciudad de México se convierte en un verdadero tapón vial que
impide a los ciudadanos desplazarse y acceder a distintos lugares. Las terribles pérdidas económicas para particulares
y comerciantes, frente a la tibieza de las autoridades que debieran hacerse
responsables, resultan exasperantes.
Dentro de
la gran mayoría de los mexicanos surge la inquietud de lo que podrá ocurrir en
los siguientes días, cuando se den a conocer las propuestas de reforma. En las condiciones actuales nos las vemos
difíciles, por lo que nos pone a temblar qué sucedería si se legisla que los
que ya pagamos, paguemos más. Si hasta
ahora gran parte del problema se debe a mala administración y falta de
transparencia, ¿quién garantiza que las
nuevas imposiciones tributarias vayan a buen destino, o resuelvan los
problemas?
Quizá lo
que más desconcierta es lo siguiente: Difícilmente estas modificaciones
afectarían a las élites políticas y empresariales que hasta ahora representan
la clase privilegiada del sistema.
Aquellos servidores públicos que actualmente perciben cuantiosos
emolumentos, bonos y subvenciones, con toda seguridad recibirían compensaciones
que les permitan mantener ese mismo nivel de vida de primerísimo mundo que
hasta ahora llevan, y que en gran medida ha provocado una pérdida de contacto
con la realidad de los mexicanos “de a pie”, y por ende una dolorosa insensibilidad
ante las necesidades de los grupos que se supone están para atender.
Ejemplos
al respecto sobran, pero baste con asomarnos a echar un vistazo a las
percepciones globales de diputados, senadores, gobernadores y líderes
sindicales, para dimensionar de qué estamos hablando.
En lo
personal tengo muy presente lo sucedido en 1994, cuando en un abrir y cerrar de
ojos nuestra capacidad adquisitiva sufrió una merma como nunca antes en la
historia. Fueron épocas muy difíciles
para todas las clases trabajadoras, excepto para unos cuantos dentro del
sistema. No sufrió la banca, misma que
se vio beneficiada con el FOBAPROA, ni sufrieron los grandes inversionistas
quienes, previendo la contracción que sufriría la economía, con toda
oportunidad sacaron sus capitales del país.
Lo último que querríamos ver quienes ya lo vivimos hace veinte años, es
que se repitiera una crisis así de terrible para el país.
Pero
quizás lo más grave, lo más descorazonador del asunto, sea lo siguiente: Que
las familias mexicanas estemos en riesgo de una situación de esta naturaleza,
en el eventual caso de que los recursos que genera el petróleo comiencen a fugarse
del país, y por otro lado las modificaciones hacendarias mermen nuestra ya castigada
capacidad de compra, cuando es más que evidente que gran parte de los problemas
económicos que enfrenta México en estos momentos derivan de la mala
administración de sus recursos.
Tenemos
un aparato burocrático muy costoso que produce resultados mediocres; en tanto
no se optimice el funcionamiento de las instituciones para llegar a producir lo
más con lo justo, los recursos no alcanzarán.
La falta
de transparencia en muchas instituciones ha generado situaciones anómalas como
la duplicidad de plazas, comisiones, compadrazgos, nepotismo y otras lacras del sistema que han de desaparecer si queremos
transformar a México. Ya no puede
tolerarse que las entradas de dinero de los grandes sindicatos se conviertan,
en la opacidad, en botín personal de unos cuantos.
Más allá
del daño económico que generan para las familias trabajadoras estas
inequidades, está el daño moral, el que un individuo comience a sentirse
abatido, y deje de echarle ganas.
En los
países desarrollados un individuo que pierde alguna de sus capacidades cuenta
con una gama de oportunidades para seguir siendo económicamente activo. En nuestro país las cosas son de otra
manera, un sujeto joven y sano pierde una extremidad en un accidente, y no es
infrecuente encontrarlo en lugares públicos de pie sobre sus muletas, pidiendo
limosna. ¿Por qué la pérdida de una
extremidad lo llevó a asumirse como inválido?...La única respuesta que me viene
a la mente hasta ahora es, porque el sistema no tiene otras opciones qué
ofrecerle. Y así como éste, hay muchos
otros casos en los cuales las instituciones no se han dado a la tarea de
ocuparse a fondo en conocer y resolver tantos problemas sociales, y muchas de
las veces no lo hacen, pues se hallan sumidas en funciones de escritorio, costosas y poco acertadas.
Atemoriza
pensar en que las reformas que el Ejecutivo propondrá al Legislativo deriven en
un crecimiento exorbitante de “inválidos morales”, en un país que tiene todo para ser el mejor. Para llegar a serlo
necesitamos comenzar por barrer la casa.