¿HACIA DÓNDE?
Hay grandes hechos que rebasan las fronteras del tiempo y la
geografía. Eventos únicos que se inscriben en los libros de historia para
siempre. Tal ha sido el caso del
incendio de la Catedral de Notre Dame; al caer la tarde los tonos escarlatas sobre
las aguas del Sena se vieron superados por las primeras flamas que comenzaron a
elevarse. La escena se tornó surrealista, conforme avanzaba el fuego contra
la oscuridad
como escenario de fondo. En lo que a mí se refiere, esa catedral tiene
un significado personal y familiar único, aparte de su valor histórico y como
joya arquitectónica .
A través de las redes sociales corrió la noticia. Al inicio se sospechó que hubiera sido
intencional, pronto los especialistas lo desmintieron. Las reacciones fueron muy variadas, desde un
dolor profundo hasta expresiones de contento por parte de grupos extremistas no
cristianos. Tal fue el impacto, que para
el siguiente día se habían reunido varios cientos de millones de euros para la
reconstrucción, provenientes, tanto de
pequeñas colectas de comunidades católicas, como fuertes sumas por parte de grandes
empresarios. Fue entonces cuando comenzó a circular en redes una fotografía de
un bebé completamente desnutrido y la leyenda recriminatoria de que cómo era posible
que para la reconstrucción de la catedral se hubieran reunido cerca de mil
millones de euros en 24 horas, mientras que para salvar la vida de esos niños víctimas de la pobreza nadie
actuara.
El malestar de quienes lo circulan es entendible, sin embargo
reclamar en redes no es la solución.
Tampoco se trata de ir sembrando culpas en
quienes simpatizamos con el dolor de los franceses. Como quien quiere comandar
el mundo apoltronado en un sillón con el aparato electrónico en las manos, pero
la verdad es que esto no lleva a ninguna parte.
Una panorámica a vuelo de pájaro nos señala que nuestro
mundo trae perdido el corazón. Con ello
me refiero al espíritu, al sentido último por el que hacemos cada día las cosas
que hacemos. Pareciera que nos invade
un hastío, una suerte de abatimiento como quien dice: ¿Y para qué me esfuerzo,
o planeo, o me animo…? Y entonces vamos y caemos en las cosas vanas, nos
enfocamos a la imagen, como si esta fuera la llave mágica que abre el mundo de
las posibilidades. Las personas delgadas
se someten a cirugías bariátricas hasta quedar como hologramas. Las personas maduras comienzan una secuencia
de cirugías plásticas para conservar la juventud. Las canas se cubren, y tantas
otras monerías se llevan a cabo para estar acordes con lo que el mundo dicta
que debe de ser. Lo más extraño del caso es que nos dejamos llevar justo por lo que otros dicen, hacen, reprueban o
determinan, tantas veces dejando al
margen lo que yo en mi persona debería decidir por y para mí.
En aquella sensación de vacío hay ratos cuando actuamos por arranques, a favor o en contra de
una causa. Arranques de ira de cuando en cuando. Impulsos que nos llevan en uno u otro sentido
a emprender acciones que quizá después estemos lamentando.
Si yo decido ayudar a prevenir la extinción del camello
bactriano en Mongolia, o del pez napoleón en el Índico, ¡qué bueno! Si hacerlo
me proporciona un sentido de
trascendencia, porque llevo a cabo algo por un ser vivo que de ninguna manera
podría agradecérmelo. ¡Perfecto! Igual si hay quienes apoyan a grupos que se
encuentran en zonas en desastre por las guerras de oriente, o quienes
investigan las zonas arqueológicas en la Selva Lacandona. Del mismo modo, si me apetece ir a abrazar
árboles a Oaxaca, o aprender chino mandarín, magnífico. Todas ellas son acciones que finalmente
refuerzan la autoestima. Y al tener bien
plantada la autoestima, estoy en condiciones de sentir empatía por los demás, y
ayudarlos de una forma efectiva, actuando para auxiliarlos a satisfacer sus necesidades.
A propósito de
ayudar, verifiquemos si nuestras
acciones van encaminadas a favorecer que esas personas crezcan y se superen, o si –por el
contrario—con mi dádiva hago que sigan estancadas, esperanzadas a que la ayuda venga de fuera siempre. México necesita aprender a salir adelante por
sí mismo, que cada ciudadano se prepare para desarrollar su inteligencia
emocional, que le permita el diseño de herramientas, para generar los cambios
necesarios para vivir mejor. Salir a
resolverles los problemas es una forma de minimizarlos, de favorecer la
parálisis social. Enseñarlos a valorar los recursos con los que cuentan y saber
aplicarlos, es comenzar a resolver sus problemas.
La autoestima nos permite llevar a cabo lo que nos gusta,
con total libertad, sin sentirnos culpables de no hacer lo que “todos” hacen. Es poner un sello personal
a nuestra vida y disfrutarlo, siempre y
cuando no dañemos a terceros.