HASTA EL CORAZÓN
A los mexicanos nos asalta la ceguera de la costumbre. Dejamos
de percatarnos de las riquezas de nuestro territorio, la diversidad de
ecosistemas, desde Tijuana hasta Tuxtla Gutiérrez, pasando por cordilleras,
montes, valles, volcanes, costas y mesetas. Además de la flora y fauna que
vuelven esta variedad de suelos una maravilla capaz de provocarnos el regocijo
más hondo.
Viajar es una excelente oportunidad para tomar conciencia de
esas arrobadoras bellezas que, en el extranjero que nos visita, provocan un
asombro particular. Ir a otras latitudes nos permite atestiguar de manera
directa los esfuerzos que se llevan a cabo por preservar dichos ecosistemas.
Voy regresando de un venturoso viaje por el estado de
Jalisco. El pasar de nuestras amadas
arideces norestenses a la exuberancia de montañas y trópicos hacia las costas
de Jalisco y Nayarit, es llenar los sentidos de imágenes, olores, sonidos y sabores
que se recrean una y otra vez, para recordar lo bendecidos que somos como
mexicanos.
El principal propósito de mi viaje se cumplió a cabalidad: Reunirme
con esa parte de la familia con la cual el factor distancia no permite convivir
de manera directa. No estuvimos todos, pero sí una buena parte, lo que
representa vivencias preciosas que se atesoran para siempre. La otra parte, --turística—se
vio cumplida con creces. Unos días en la Riviera Nayarita recargan las pilas
para un buen rato. En particular, de todo lo vivido durante esa estancia, hay
un momento que hoy deseo compartir con ustedes:
Desde el octavo piso del condominio que ocupamos en Nuevo
Vallarta, la vista era fabulosa: El amanecer con sus incipientes amarillos
difusos, y su luna azul y grande, que desaparecía a corta distancia sobre el
nivel del mar, como si se fugara. Los atardeceres luminosos, que se negaron a
vestirse de escarlata en todos esos días. El vaivén de las olas, las cuales parecían
enrollarse cada una sobre sí misma, para luego romper en carcajadas espumosas y
blancas. La placidez de la arena clara, donde a primera hora aparecía un
tlacuache insomne en busca de una mínima presa para desayunar antes de
dormir. Algún cangrejo pequeño nunca volvió a su agujero, a causa del
desordenado marsupial. Las aves marinas
en todas sus variedades, las golondrinas de alas de charol y vientre amarillo
haciendo giros y piruetas; los pelícanos solemnes y calmos, aislados o en
grupos de hasta cuatro. Las gaviotas y
aves zanconas, cada cual explorando su propio nicho. En fin…
Lo que me cautivó de manera particular fue lo ocurrido en la
tarde del tercer día: Desde el balcón comenzamos a observar que las personas
sobre la playa se iban alineando a uno y otro lado de lo que se veía como un
bulto gris, mismo que de manera ocasional se movía, levantando algo de arena. Pronto
descubrimos que se trataba de una tortuga en proceso de desove. Rápidamente nos
integramos al grupo de paseantes de todas las edades, que de la manera más
respetuosa observaban en silencio aquel milagro de vida.
No alcanzan las palabras para describir la emoción que me
embargó mientras observaba a la hembra, agotada por el esfuerzo, tomando aire,
pujando para liberar parte de los huevos, y en seguida cubrir con arena que
movilizaba con sus patas traseras, aquella camada. Descansaba un poco, para
volver a emprender la misma tarea una y otra vez. Sentí una conexión especial
con ella, con su esfuerzo que bien podía costarle la vida, y con su firme
propósito de colocar a su progenie en condiciones tales, de asegurar su
supervivencia. Terminado el proceso de desove, apisonó la arena con sus gruesas
patas, con tal fuerza, que se escuchaban los golpes contra la arena. Como
pediatra habré asistido a varios miles de nacimientos, la diferencia entre
aquellos y esto es que mi presencia junto a la fatigada madre, esta vez era de
simple observadora. No me correspondía hacer otra cosa que sintonizarme con su
encomienda y asombrarme con toda la emoción puesta en ello, por su enorme
esfuerzo.
Hay que reconocer y aplaudir la actitud de los
observadores, en silencio, respetuosos. Todos sintiéndonos afortunados por ser
parte de aquel momento. Se contó con la
presencia de una bióloga del programa de Conservación y Protección de la
tortuga, quien vigiló en todo momento que nuestra presencia no obstaculizara la
tarea del desove.
Cada vez que pedimos una bolsa de plástico. Cada vez que
abusamos de vasos y platos desechables. Cada vez que tiramos a la basura la
malla plástica de los “six” de cerveza o refresco, sin antes cortar cada uno de
los anillos que sostuvieron las latas, estamos dañando al ecosistema marino,
entorpeciendo su función, siendo que nos corresponde crear conciencia de
nuestro papel. Como ocurrió esa tarde frente a la tortuga, enseñar a los niños con nuestro
vivo ejemplo, el orgullo de ser mexicanos.