LA MEJOR MADRE
Desperté este Día de la Madre no sé si triste, cuando menos nostálgica.
Ahora que lo pienso, así es para mí desde que la ocasión dejó de ser ese día
especial de la infancia, cuando
preparábamos los bordados o los deshilados para el regalo de mamá. Ensayábamos cantos o bailables, y
seguíamos con emoción la cuenta regresiva, hasta el día del Festival, momento en
que lucíamos ropas distintas a las
habituales, ya fuera el uniforme de gala o un vestuario acorde con la
caracterización que desarrollaríamos.
Debo precisar, entre aquel tiempo y el actual, ocurrió la
etapa maravillosa en que me convertí yo
misma en receptáculo de festivales y regalos. De estos últimos conservo un par de
tazas que utilizo en forma habitual; debido a su uso el
pensamiento de inspiración filial, impreso en cada una de las tazas, se ha borrado.
Hay fotos de aquellos festivales, incontables anécdotas y momentos
simpáticos que guardo en la castaña de los dulces recuerdos. Aun así el Día de
las Madres sigue siendo nostálgico, en recuerdo de Melita, la mamá que ya no
está aquí.
Por redes sociales proliferan las felicitaciones. Más allá
de las nobles intenciones con que se intercambian dichas fórmulas, dentro de mí
siento que la ocasión es íntima, entre la madre y los hijos, en una pequeña
cápsula de tiempo y espacio, a donde la alharaca del entorno no tiene cabida. Es
–como en mi caso— recordar esa mamá
hermosa que ha partido, pero que se queda conmigo de muchas formas, al menos
mientras volvamos a encontrarnos.
Son los pequeños detalles cotidianos, en los que poco o nada
solemos reparar, los que nos llevan a comprender de qué manera esa madre sigue
con nosotros: En casa los muros exhiben
muchos de los cuadros que pintó mi mamá,
uno a uno cuentan su historia. Cada vez que me quedo mirando
cualquiera de ellos, aparece aquel momento mágico, la veo buscando con urgencia
en su bolso de mano algún papel y un lápiz o pluma, para capturar en unos
cuantos trazos lo que acaba de llamar su atención. El brillo de sus ojos va
aumentando conforme la mano corre sobre el papel para en dos o tres bocetos de
una misma escena, capturar la esencia inmortal que la habita.
De ella aprendí cómo coser un botón, la forma de freír un
huevo para evitar que se pegue, cómo escoger melones o papayas. Dónde consultar
determinada información en tiempos donde
Google no existía; la forma de arreglar un ramo de flores en un jarrón, o
de preparar la cena de Navidad… Hay en casa piezas artesanales, libros y
mantelería, que con una sola mirada la evocan para mí. La recuerdo en su
estudio, frente al caballete, con su saco amplio de grandes bolsas a los lados,
la paleta multicolor en la mano izquierda, y el pincel o la espátula en la derecha.
Es una de las imágenes que con mayor facilidad logro evocar, pues siendo por
diez años su única hija, me convertí en la eterna modelo para sus óleos y
acuarelas. Lo único que se me permitía era respirar y parpadear, fuera de eso
debía permanecer como maniquí de aparador.
La mía, como toda madre, fue pródiga en amor a través de las
pequeñas cosas, los detalles, los premios de contrabando. Fue la compañera divertida
y alegre que me enseñó a amar la vida,
aunque –debo decirlo— fue también la mujer de hierro, quien junto con mi padre
se propuso encauzarme a una meta ambiciosa y lejana, que para ellos dos costó tiempo, dinero y angustias: hacer de mí
una ciudadana responsable,
autosuficiente y respetuosa, que se esfuerza por hacer bien las cosas.
Hoy es para mí un día nostálgico, los recuerdos agridulces se
hallan suspendidos en el aire, rozan mi
rostro y cosquillean las memorias. Es un tiempo de convivir con el espíritu de
esos seres amados que han dejado su morada terrenal, pero siguen aquí como brisa buena, inspiración
bendita, música melodiosa. Melita, mi madre, haciéndose presente de muchas
maneras para animarme, para decirme que la labor de la maternidad es eso, ir
sembrando pequeñas huellas por el camino. Que nos toca andar en
una sola dirección, sin volver atrás ni la vista ni la marcha, puesto que
nuestro tiempo no habrá de repetirse.
Hoy, en esa dulce nostalgia le digo a ella --que se ha
quedado conmigo--, de qué forma la
siento a lo largo del día. Le confieso que
albergo la certeza de que allá donde se
encuentran ella y mi papá, podrán estar satisfechos por haber dejado escritas en sus hijas historias
que forman senderos. Claros y alegres senderos; prometedores caminos de regreso
al Principio donde, más allá de las limitaciones del tiempo, habremos de
reunirnos algún día.
Igual que cualquier otro ser humano, hoy afirmo que yo tuve
la mejor madre. La de los pequeños
detalles, que en días como hoy cobra vida para hacerme ver cuánto se lució Dios al crearla.