REFLEXIONES
AL AMANECER
Rumbo a Piedras Negras me sorprende el amanecer. Al filo de las 5 llegamos a Ciudad Frontera.
El blanco polar de las luminarias hace un agudo contraste con el cielo límpido,
y hacia el oriente la luz del sol naciente comienza a orlar, con filos plateados,
las densas nubes cirriformes, contra un cielo que ahora se va pintando de azul
y rosa.
Como rey portentoso emerge el candente sol. Sus bordes lucen irregulares tras un velo de
nubes que les concede un aire misterioso.
Un rato después se observa alto y plomizo, tras la cortina de nubes. Parece general
de batalla guiado por la estrategia militar de Sun Tzu, moviendo sus ejércitos a la distancia, de manera
intachable.
Mis diálogos con la naturaleza hacen obligada pausa. Nos aproximamos al retén de revisión. A estas alturas de recomposición de fuerzas
de seguridad, no sé a qué grupo pertenecen los elementos que nos revisan. La parafernalia
es la misma, uno como estatua, con arma de alto poder y mirada vigilante; más
allá dos o tres uniformados observan los acontecimientos. Todo remata con un
can que no se inquieta, a pesar de tanto movimiento. La revisión incluye bolsos
de mano. Como cada vez que ha ocurrido este esculque, me pregunto qué artículo
o sustancia esperan encontrar dentro de mi bolso. Eso sí, contrario a otras veces el uniformado
que me revisa es simpático, tiene un acento jarocho, y platica mientras inspecciona,
una por una, mis pertenencias personales.
Se detiene a investigar lo que traigo en una cantimplora de
plástico.
--¿Es agua? ¿Por
qué trae agua así, de este modo?
--Para no
provocar más contaminación con desechos plásticos.
Como los misioneros evangélicos, aprovecho para dar mi
mensaje. No sé qué impacto llegue a
tener, me anticipo a suponer que poco. Observo
que ahora, al lado de la mesa de revisión, hay un refrigerador con refrescos y
agua embotellada para venta. Los humanos
vamos como bancos de peces en el agua, cada cual movido por su consigna
personal. En un punto del océano
coincidimos, intercambiamos contenidos, para en seguida continuar, unos y otros en
su propia dirección.
Cuando llegamos a Allende el cielo se ha despejado. El movimiento en las calles comienza,
aunque no es muy intenso. Acaba de arrancar
el período vacacional, ya no se observan esos ríos de escolares, de la mano de
sus cuidadores, caminando velozmente hacia los centros escolares. Inmuebles y
niños, toman un merecido descanso. Los
edificios se perciben ordenados y silentes, yo diría que aliviados del trajín
habitual.
Es interesante observar las casas de pueblo cuando comienzan
a desperezarse. Cada una ofrece material precioso para crear historias. En un predio utilizan parte de la extensión para
montar una “pulga”, hay mesas con diversos electrodomésticos, y al fondo un
barrote del cual penden prendas de ropa variopintas. En la propiedad contigua, próximo al límite
entre predios, hay un tejabán bajo el cual se hallan tres toallas
colgadas. Parecen las vecinas
entrometidas, que asoman cuando nadie las ve, para husmear en la casa de al lado.
En cierto crucero un hombre madrugador saluda entusiasta a
la distancia, al conductor del camión. Caigo en cuenta cómo se han perdido
estas costumbres en las ciudades. Un
reconocimiento gratuito que se recibe con agrado, pero que en las moles de
concreto y hierro ya nadie tiene tiempo de obsequiar. Vaya, ni nos percatamos de su valor de
identidad, hasta que no redescubrimos, en un pueblo ajeno, lo que hemos perdido.
Las poblaciones despertaron.
Si acaso algún perro holgazán duerme echado sobre la banqueta, aprovechando
el relativo frescor de la noche. Sorprende atestiguar el modo como la
naturaleza se abre paso a través de resquicios, o venciendo obstáculos de
altura. Crece un menudo nogal al lado de
un árbol trunco pintado de amarillo mostaza.
El contraste de este último con el verde intenso del joven retoño, es
agudo. Más allá, una enredadera silvestre
ha ascendido del nivel del suelo a varios metros de altura, siguiendo los
cables de fijación de un poste de concreto. Como para recordarnos que, así se
antoje imposible, la naturaleza siempre estará por encima de los estragos que
la civilización provoca.
Viajar es siempre aleccionador. A través de los viajes aprendemos a revalorar
lo propio desde fuera. Esos tres obreros de la construcción, que esperan
sentados en la banqueta, con sus respectivas bicicletas, la hora de ir a
trabajar, me hacen recordar que la dignidad de las personas no se mide por
lo grueso de sus carteras. Los tacos que esos hombres llevan para la hora de comida
están hechos con los ingredientes más finos: el amor y el cuidado.
Llego a casa dispuesta a reinventarme después de estos
descubrimientos. Hasta el próximo viaje.