POR NUESTROS NIÑOS
No alcanzaría toda una vida para comprender al ser humano en
forma cabal. Cuando consideramos conocer
a fondo a una persona, tanto como para predecir qué haría en determinada
circunstancia, en cualquier rato nos sorprende.
Mucho más cuando se trata de personas a las cuales no conocemos con
tanta profundidad.
La pandemia, la política nacional y la invasión a Ucrania: Escenarios
en los cuales hemos tenido oportunidad de conocer el amplio abanico de
posibilidades de un ser humano. De
momento lo más gráfico y por ende descriptivo, es uno de los últimos capítulos
del ataque ruso contra Ucrania, la embestida a la
estación de tren de Kramatorsk, sitio desde
el cual cientos de civiles intentaban escapar de la violencia. El misil de ataque contenía la frase “por
nuestros niños", que nos remite a tiempos bíblicos para expresar la
venganza en la más pura de sus formas.
Por cierto, en ese ataque murieron cinco menores, identificados entre
los cincuenta cuerpos contabilizados tras la masacre.
Resulta espeluznante y difícil
de creer, cómo un ser humano transita de una idea o de un sentimiento a lo
radicalmente opuesto. Hace un mes y
medio, cuando inició la ofensiva contra Ucrania, buena parte de los soldados
rusos fueron sorprendidos ante las órdenes recibidas por sus altos mandos. Se les indicó que acudirían a una práctica
militar, no a la guerra. A la vuelta de
seis semanas percibimos un cambio en la mentalidad de los atacantes. El cansancio físico, el estrés y los daños
atestiguados en torno suyo, habrán despertado en los soldados rusos otro tipo
de emociones que ahora los tornan más violentos. Me atrevo a suponer que el nivel sanguinario
de sus ataques no obedece solamente a órdenes que han de acatar, sino que
dentro de cada uno se ha desatado un demonio interior que halla hasta cierto
placer en agredir al enemigo.
Lo que más me preocupa, como
pediatra y como madre, es el daño que tendrán a futuro los niños que son
testigos de la guerra. Me lleva a
recordar la trama de “El tambor de hojalata”, novela del Nobel alemán Günter
Grass, que precisamente retrata el daño a largo plazo que provoca la guerra en
un niño. La historia arranca tras la
Segunda Guerra Mundial. Óscar, su protagonista, se estaciona en la edad de tres
años. Es una intriga saber por qué lo hace. Al cumplir esa edad, su madre le
regala un icónico tambor de hojalata que se vuelve a la vez su voz de expresión
frente al mundo y su forma de contrarrestar las imposiciones del régimen
nazi. Termina, a la vuelta del tiempo, ya
de adulto, en un psiquiátrico. Por
cierto, preocupa la iniciativa de ley de eliminar en México los hospitales
psiquiátricos. Es evidente que los
legisladores nunca han conocido de cerca una familia que tiene que lidiar con
un paciente psiquiátrico que llega a
adquirir una fuerza descomunal, la cual pone en riesgo al propio paciente y a
sus allegados. Recuerdo ahora, durante
mi gestión como directiva del IMSS, el caso de Emilio, un paciente esquizofrénico
adulto que vivía con sus padres, ya mayores.
Cada vez que el paciente tenía un brote, había que enviarlo de urgencia
a la Granja Psiquiátrica de Parras para su internamiento. Hubiera resultado
imposible hacerlo en nuestro hospital, en un piso donde hay pacientes con otras
patologías, quienes por su presencia correrían un riesgo inmenso. De hecho, en una de esas ocasiones, mientras
trataban de traerlo al hospital para generar su envío, Emilio le fracturó un
brazo a su señor padre. Como ciudadana
me irritan esas legislaciones “de escritorio”, hechas a la ligera y sin conocimiento informado, cuando no han
sopesado las repercusiones que pueden tener.
Ojalá no se apruebe esta medida.
Bien, volviendo a lo que
estábamos: Los nuestros constituyen una generación de niños solos, que deben de
enfrentar desafíos hechos para adultos.
Tantas veces se encuentran sometidos a grandes presiones, valiéndose de
su intuición como única guía. Son niños que han sufrido de aislamiento,
incertidumbre y posible violencia intrafamiliar, por razón de la pandemia. Han visto enfermar y tal vez fallecer a
personas cercanas a su vida, sin estar en condiciones de un cierre que les
permita elaborar su duelo. Son niños que
se conectan a internet y comienzan a ver el reguero de cuerpos frente a la
estación ferroviaria ucraniana, en torno a una bomba de racimo que aniquiló una
parte de los pasajeros que hacían fila para partir. Otros más fueron ultimados mediante ráfagas
de armas de alto poder.
Frente aquello que no podemos
modificar en un mundo tan confuso, estamos obligados a apoyar a los menores a
tratar de entenderlo, discriminar entre el bien y el mal. Sobre todo, animarlos,
que sepan que no todo es tan terrible siempre. Y regalarles un gran abrazo.