domingo, 15 de junio de 2025

CONTRALUZ por María del Carmen Maqueo Garza

POR LA PAZ

Todos podremos fácilmente coincidir en que las noticias que hablan de conflictos, guerras y pérdida de la paz son cada día más frecuentes.  Nos enteramos de conflictos bélicos en oriente y en Europa. Disturbios en ciudades como los Ángeles en el estado norteamericano de California.  Igualmente nos informamos, tanto por la prensa como los medios digitales de problemas entre vecinos, entre colonias o de una población a otra.  Dificultades maritales o de familia.  Los motivos son inagotables, van en el orden de problemas patrimoniales, de dominio territorial, partidistas o qué sé yo… El asunto es que resulta de lo más común hallar enfrentamientos, que, son tantos y de tan difícil solución, que a ratos simplemente nos sentimos rebasados por la violencia que estos generan.

Tanto ha escalado el problema, que hoy en día tenemos instituciones encargadas del manejo de conflictos y procuración de paz a todos los niveles.  Hay la carrera que forma especialistas en asuntos de paz, y muy diversas organizaciones promueven iniciativas que tienen que ver con la paz a distintos niveles.  Este estado de cosas nos lleva a concluir que, en verdad, el problema de la falta de paz en nuestro mundo prevalece más cada día.

Un especialista en el tema, el matemático alemán Johan Galtung ha establecido un modelo para entender, tanto los conflictos como la procuración de la paz.  Su orientación invita a actuar mucho antes de que el problema escale hasta provocar violencia.  Él sugiere que la aparición de la violencia es la punta del iceberg en un problema que tiene mucho debajo del nivel del agua, y que para evitar que surja la violencia tendríamos que trabajar sobre las causas de un conflicto para así lograr resolverlo de raíz.

Los dos niveles que Galtung llama “soterrados” corresponden a la violencia estructural y la de tipo cultural.  La primera es masiva y corresponde a las conductas dictadas desde las instituciones o las estructuras de poder, que determinan que las cosas se hagan de tal o cual manera.  Un ejemplo que aprendí en clase y que ilustra esta violencia estructural es, digamos en Afganistán, si una mujer quiere hacer una denuncia por violación, el estado le obliga a presentar dos testigos.  Si se denuncia sin cubrir este requisito, la ley mandata que ahora la mujer supuestamente violada sea acusada de difamación en contra del violador, lo que, habitualmente lleva a una condena en prisión.  Ello da pie a una violencia estructural porque así están organizadas las instituciones en ese país.

La violencia cultural tiene que ver más con usos y costumbres.  Son ideas o creencias que legitiman a los actores y a los procedimientos que llevan a la comisión de actos violentos.  Algo peculiar es que este tipo de violencia resulta invisible para los involucrados, como sería en el caso de la violencia vicaria (o doméstica) que, por desgracia, se ha normalizado tanto en nuestra sociedad.  Por cierto, una excelente novela que estoy por terminar y que abarca diversos tipos de violencia y normalización se intitula “Invisible” del autor español Eloy Moreno.  A través de una trama fantástica vamos detectando la forma en que la violencia intrafamiliar y el acoso escolar comparten unas mismas raíces emocionales y se cumple una ley de la violencia cultural que indica que el perpetrador y la víctima suelen ser la misma persona.

Ahora bien, los conflictos surgen cuando hay incompatibilidad de metas entre dos partes involucradas.  Unos quieren una cosa y otros quieren otra, y ninguno está dispuesto a ceder.  Ahí inicia el conflicto que, de no resolverse, irá avanzando hasta derivar en violencia.   Así podemos entender que los conflictos no se resuelven de la mejor manera cuando ya surgió la violencia, sino cuando, a través del conocimiento especializado necesario, se aborda el conflicto desde sus orígenes y se busca mediar, de manera de lograr un punto de equilibrio entre ambas partes.   Cuando la violencia ya está presente, lo primero será evitar que esta escale hasta niveles peligrosos; contenerla y ya en un segundo tiempo tratar de resolver el conflicto que dio origen a esta.

Los conflictos surgen cuando se afectan las necesidades básicas del individuo que son, en la esfera material, la alimentación, la salud, la educación y la oportunidad de un trabajo digno y redituable, que garanticen la supervivencia. Y en la esfera no material están la libertad y la identidad que nos proveen de bienestar.   En la medida en que se satisfagan todas ellas, tendremos un ambiente de paz.

Ahora entendemos que la paz no va a lograrse mediante medidas represivas, sino a través del diálogo mediado por expertos, que lleve a acuerdos sustentables para una sana convivencia.  Ojalá todos comencemos de inmediato a aplicar dichos principios.

CARTÓN de LUY

 


A ti, papá - Canción para el día del padre

GRAN REFLEXIÓN del Dr. Carlos Sosa


1976, tenía 7 años y una alegría que me desbordaba.

Era como si la vida entera me quedara grande, como si todo lo que veía tuviera un tamaño más grande que mis manos, más grande que mis ojos, más grande que mi estómago de niño. Mi mente era ágil como un colibrí; eso, lo supe años después, era un regalo de mi madre, que me enseñaba a pensar mientras me ayudaba a cortar papelitos para los deberes o a resolver los laberintos de los cuadernos de ejercicios. Mi madre tenía esa forma única de convertir lo cotidiano en un juego: la suma de naranjas se resolvía pelándolas; la ortografía, inventando palabras raras que rimaran con mi nombre; y el tiempo libre era un juego de preguntas y respuestas que podían incluir desde la historia de los mayas hasta qué hacían las hormigas cuando llovía.

De mi padre heredé otra cosa: el gusto por los libros. O mejor dicho, el misterio de los libros. Porque yo no entendía aún qué había dentro de esas tapas, pero sí sabía que mi papá las abría y se quedaba mucho rato en silencio, como si las palabras tuvieran la culpa de todo. Y yo quería ese silencio. Quería esa culpa. Así que empecé a husmear sus estantes, a tocar los lomos de los libros con las manos, como si pudieran hablarme, y a pedirle que me contara qué había dentro, aunque no entendiera ni la mitad.
La escuela, sin embargo, era otra cosa. Era un infierno tibio y absurdo. Me acuerdo de los pisos grises y rayados, de las ventanas llenas de polvo, de los lápices de colores rotos y las tijeras oxidadas. Recuerdo las canciones que nos hacían cantar, tan cursis que daban vergüenza. Y lo más absurdo: que tuve que repetir el kínder. No porque me faltara inteligencia —¡si hasta me dieron el primer lugar en la cartulina esa con brillantina dorada!—, sino porque a alguien se le ocurrió que era más práctico que me quedara cuidando a mi hermano pequeño. Así, a los siete años, me convertí en el niñero de un mocoso de 5, mientras yo, el de la medalla, me resignaba a repasar las mismas vocales, los mismos dibujos de casas y los mismos cuentos de la abejita Miel.

Esa fue mi primera gran lección de la vida: que el talento no siempre abre puertas. Que a veces, aunque sepas todas las respuestas, te toca quedarte sentado otra vez en la misma banca, mientras otros avanzan. Que crecer, en algunos hogares, no es cuestión de años ni de logros, sino de necesidades. Y que la inteligencia, esa que mi madre regaba como una planta en mi cabeza, podía ser podada sin previo aviso por los designios de los adultos.

Pero igual, a pesar de todo, yo era feliz. Porque en esos días, la vida tenía todavía sabor a mango mordido a escondidas, a barro fresco bajo los pies, a papel reciclado convertido en aviones. Y sobre todo, tenía el sabor del amor de mis padres: uno que se manifestaba en formas raras, torcidas a veces, como ese año extra en el kínder; pero que me hacía sentir, a pesar de todo, que yo era importante.
Mi padre, por esa época, era una especie de superhéroe sin capa ni reconocimiento. Trabajaba todo el día y estudiaba por las noches, como si estuviera corriendo una maratón en cámara lenta, siempre agotado pero sin detenerse nunca. Yo sabía que existía, claro que sí. Había fotos suyas en la casa, camisas suyas en la cuerda de ropa, un olor suyo en la almohada de mamá. Pero verlo… verlo de verdad, con los ojos y no con los recuerdos, era casi un privilegio de medianoche.

Así que inventé un ritual. Me propuse verlo cada noche, como si fuera un eclipse. Me negaba a dormirme antes de que él llegara, aunque tuviera los ojos cargados de arena y el cuerpo rendido como si hubiera peleado contra dragones todo el día. Me sentaba en el sillón con una cobija hasta la nariz, como un centinela diminuto, y esperaba. A veces lo oía llegar desde la puerta: el chirrido de la cerradura, los pasos cansados, el sonido de su maletín dejándose caer como si también él tuviera sueño.
Entonces, cuando por fin se sentaba a cenar —siempre lo mismo, algo simple y tibio que mamá dejaba cubierto con un plato boca abajo—, prendía el televisor blanco y negro, ese que tenía una perilla que giraba como timón de barco, y sintonizaba "Los Intocables". Era nuestra ceremonia secreta. Él masticaba en silencio y yo, con la cabeza apoyada en su costado, miraba esa serie que no entendía del todo, pero que sonaba a balazos, a justicia, a hombres con sombreros y trajes oscuros corriendo por callejones.

Nunca logré ver un capítulo entero. Siempre había un momento —quizá cuando Ness arrinconaba a un mafioso, o cuando el narrador decía algo solemne— en que los párpados me ganaban la batalla. El calor del cuerpo de papá, el sonido de su masticar lento, el murmullo de la televisión, se mezclaban en una canción de cuna involuntaria. Me dormía ahí, como un sello de carne en su costado, respirando al ritmo de su camisa arrugada.

Y aunque nunca supe cómo terminaban los episodios, entendí otra cosa más importante: que a veces el amor no necesita palabras, ni gestos épicos, ni grandes declaraciones. A veces, el amor es eso: un niño que finge estar despierto para ver a su papá, un padre que no apaga la televisión para no romper el hechizo, y un sueño compartido en blanco y negro, con olor a comida recalentada y la certeza —sagrada— de que el mundo estaba bien mientras él siguiera llegando...

CARTA A MI HIJO - Tomado de Internet en voz de Ricardo Vonte

CONFETI DE LETRAS por Eréndira Ramírez


La palabra padre implica más allá de un mero suceso biológico. Quizá para muchos el significado no tiene la mayor trascendencia, porque la figura paterna solo la conocen de nombre o porque peor aún hubieran querido no haber sabido de ella. Cientos de historias que escuché donde solo había lamentos, reproches y dolor que la ausencia o presencia del padre en el seno familiar había dejado en el corazón de muchos.

Difícil para mí entender esas situaciones, cuando para mí la palabra PADRE revestía una importancia vital, cuando siquiera figurar en mi mente la vida sin él, simple y sencillamente no era posible. Mi padre, un ser maravilloso, con ese don de gente tan particular que le abría puertas hasta donde no tocara. No era perfecto y sin embargo no requería serlo, tal cual fue supo llenar espacios de la vida no solo de sus hijos, sino de su madre, hermanos, sobrinos, amigos, con tanto amor, con tanto espíritu de servicio que dejó huella en todos nosotros que tuvimos la dicha de compartir su vida, sus anhelos, su bonhomía.

Mi padre, autoridad, siempre fijando límites, inculcando valores, guiando en el camino de la vida. Mi papá, mi papi, amoroso, cariñoso, infundiendo valor, apoyando, dándome la seguridad que a veces perdía en toda etapa de mi vida.

Supe aquilatar su presencia, porque siempre estuvo ahí, en todas las circunstancias, de alegría, de tristeza, donde hiciera falta él estaba presente. Hombre de excelente sentido del humor, que me permitía ser irreverente en son de broma y festejaba con sonora carcajada mi atrevimiento, nunca en ello hubo falta de respeto, la personalidad de mi padre no lo permitía, como hija era tanto mi amor y admiración que una falta de respeto era totalmente improbable.

Festejo siempre su vida y que haya sido mi padre, más aun, hasta el último día de su vida, cerca o lejos físicamente sentía la fuerza de su cariño, y sigue siendo así aun cuando nos encontremos en planos distintos, el corazón no tiene dimensiones y él sigue tan cerca de mi como ayer, como siempre.

Tuve la inmensa dicha de saber que significa la palabra padre y de que mis hijos al igual que yo lo supieran, un gran hombre que me acompañó en su crianza y que les deja un legado de amor, valores y vivencias inolvidables.
¡Feliz día del padre! Una mención especial para mi querido yerno Rodrigo, excelente padre de mis nietos, a mis hermanos, primos, sobrinos tíos, amigos que ostentan este título con orgullo, pasión y entrega, pero sobre todo con mucho amor.

Hippo Hop: La dicha de estar con papá