DEL OTRO LADO DE
LA LENTE
En el
momento cuando cada ciudadano de la aldea global se colocó tras la lente
creyéndose capaz de cambiar al mundo con sus tomas, todo se complicó.
A principios de semana Khaseen, de 16 años, fue apuñalado en
el pecho a las afueras de un comercio en la ciudad de Nueva York. Del medio
centenar de quienes presenciaron el ataque ninguno lo socorrió, todos se
limitaron a tomar video.
Por desgracia no es algo novedoso. Se repite en muy diversos
escenarios alrededor del mundo. Ante cualquier emergencia, natural o provocada
por el hombre, asumimos nuestro carácter de reporteros del mundo y comenzamos a
grabar. Quizá lo realicemos sintiendo que es una obligación, por estar en el
lugar y en el momento preciso, para levantar una crónica de los hechos. Algún
otro tal vez lo haga teniendo en mente las ganancias económicas que su material
puede generar. La mayoría actuará por simple inercia, porque es lo que se hace
de forma cotidiana. Detrás de todo lo
anterior está una faceta más de nuestra pérdida de sensibilidad como humanos.
Es un fenómeno que ha venido creciendo en los últimos años:
el periodista espontáneo que, ante una tragedia, se ocupa de transmitir lo que
ocurre. Ejercicio que de manera acertada
algún comunicador español ha denominado “voyerismo digital”, mezcla de
fascinación ante los acontecimientos y falta de empatía. Detrás hay mucho que explorar, sucede que, a
través del lente, aquello que observamos es percibido como imágenes virtuales,
ajenas a la realidad, como sería una película que abrimos en cualquiera de los
canales digitales. Por ende, lo que captura
nuestra lente es tenido, en un primer pensamiento, por mera ficción. Desde la
perspectiva de lo emocional, representa un mecanismo inconsciente que cumple
dos funciones: nos pone a salvo de salir dañados por intervenir de manera
directa, además de que nos libera de responsabilidad frente a lo que ocurre,
como si, ante un hecho que implica riesgo, nuestro deber fuera tomar video, tal
como sucedió en el caso de Khaseen.
Un mundo basado en imágenes presenta complejidades
importantes. Nos vuelve esclavos de la
imagen que proyectamos, de modo que actuamos para volverla más atractiva, a
cualquier costo. Diría Zygmunt Bauman, que lo hacemos para convertirnos en una
mercancía más rentable en el mundo digital. Utilizamos todo tipo de recurso
para mejorar lo que mostramos a otros, así el resultado llegue a ser un mero holograma. Las imperfecciones de nuestra condición
humana resultan inaceptables en un mundo virtual donde todo llega a verse tan
cercano a la perfección como logremos presentarlo. Porque, ¡vaya que si tenemos
temor a ser vulnerables a causa de nuestras imperfecciones! Lo hacemos
partiendo de la idea de que, alrededor nuestro, todo es perfecto.
La salida fácil sería atribuir a la tecnología nuestro
cambio de actitud. En algo influye, definitivamente, pero no es la sola causa
de este fenómeno de indiferencia, frente a la desgracia que otro ser humano
está pasando. Hay razones intrínsecas que desencadenan este modo de actuar, de entrada,
habría que considerar que el escenario descrito se despliega sobre un telón de
fondo de baja autoestima.
Los elementos que participan en el desarrollo de la
autoestima en la etapa infantil se han visto rebasados por otros ajenos, que
los apabullan. Esto es, el niño crece en un mundo de adultos ocupados, en el
que tiene pocas oportunidades de recibir la atención que necesita. Alrededor suyo hay algunos mayores, cuyo
tiempo se reparte entre labores de subsistencia fuera del hogar y actividades
dentro del mismo, en ocasiones tan limitado, que al pequeño le toca poco.
Además, con la inversión de la pirámide poblacional y la inseguridad, alrededor
hay pocos niños o ninguno. En cierta forma
él ha de vérselas por sí mismo para muchas de las necesidades más allá de las
de subsistencia, y esa falta de “clic” con otros seres humanos durante los
primeros años de vida, habrá de cobrar la factura más delante.
Por cuestión de edad, quedamos pocos que hayamos vivido una
infancia libre de medios de difusión masiva, en que, dentro del hogar, cuando
mucho había un aparato de radio. A través suyo la familia se enteraba de lo que
ocurría en el mundo. Eran tiempos en los que se privilegiaba la comunicación
cara a cara; en casa había más niños, y los adultos tenían tiempo para
atenderlos. Así la empatía se generaba
en forma natural, y la solidaridad era moneda de cambio corriente entre
familiares y vecinos.
Habría, pues, que humanizar nuestras relaciones
personales. Guardar la cámara y
sintonizar el corazón. Abandonar la inercia y abrir los sentidos. Aplicar la regla de oro, ya que mañana
podríamos ser nosotros o uno de los nuestros, quien se halle del otro lado de
la lente.