MIS MEMORIAS DE LA
FMUAdeC
Este semana celebró su sexagésimo cuarto aniversario la primera facultad de Medicina de la UAdeC,
la unidad Torreón, de la cual soy orgullosa egresada. El director, Salvador
Chavarría Vázquez compartió un mensaje alusivo a la ocasión, así como una
fotografía de la fachada de nuestra amada escuela. Hallé en la imagen una metáfora: Renovada,
provista de una explanada muy bella, pero, en lo personal, carente de la
esencia que me acompañó durante mis estudios de licenciatura.
Haber conseguido un lugar entre los incontables aspirantes
que deseábamos formarnos como médicos fue estupendo. Acudir nerviosa a revisar la lista de
aceptados en la Dirección resultó un momento inolvidable. Hallar mi nombre entre el centenar de
elegidos constituyó algo así como sacarme la lotería.
No me atrevo a mencionar a todos mis maestros por el riesgo
de caer en grandes omisiones, además resultaría ocioso para quienes no estén
relacionados con la carrera. Lo que sí, me siento obligada a compartir
destellos de esos cinco años dentro de las aulas donde, lo primero que aprendí,
es que para ser un buen médico primero hay que ser una buena persona. Un ser humano honesto, con metas bien
definidas, dispuesto a trabajar por procurar
el bien de los demás. Comencé a asimilar
cuánto se ama la carrera de labios de mi
admirable maestro Don Jorge Siller Vargas, quien iluminaba el recinto donde
aprendimos anatomía. El aula anexa al
anfiteatro se despojaba de su rigor de muerte para enseñarnos el amor por el
aprendizaje, la calidez humana que distingue a un profesional. Eso fue el
doctor Siller quien desde entonces comenzó a escribir un libro denominado: “Se
dijo en clase”, publicado en 1986, que inicia diciendo: “La Medicina es la
mujer más hermosa del mundo…” Con ese tono sobrio, elegante pero siempre
cálido, el autor va entreverando su sentir personal en el estudio de diversas
materias con conceptos meramente técnicos, incluyendo mnemotecnias que nos daba
en clase para facilitar el aprendizaje de las complejas estructuras anatómicas. Así mismo nos platicaba anécdotas tan
originales, que, a casi medio siglo de relatadas, puedo recordar como si las
estuviera escuchando. Así de atractivo
era su dicho para que aquellos conocimientos áridos de la anatomía humana fueran
más asimilables.
Otro maestro inolvidable de la carrera fue el “doctor”
Bulmaro Valdez Anaya. Entrecomillo el
título porque en realidad era QFB, egresado del Politécnico Nacional. Junto con él, como en la alfombra mágica de
Aladino, incursionábamos en un viaje fantástico para entender en tercera
dimensión los conceptos de la química orgánica.
Eran tiempos cuando en todo el planeta existían unos cuantos microscopios electrónicos. En clase con el
Doctor Bulmaro, desde la imaginación, viajábamos a entender cómo se formaban
las proteínas y cuál era el elemento químico indispensable para la vida
orgánica sobre el planeta. Hombre sabio
como pocos, de ahí nos llevaba a descubrir cómo es que hoy vemos estrellas que
murieron hace millones de años, y en qué consisten los agujeros negros.
Aprendimos qué es el efecto Doppler, de manera que cada vez que escucho pasar
un tren me concentro en el cambio de sonido que se produce cuando viene y cuando ha pasado. En ese momento no puedo dejar de recordar a
mi amado maestro, que desde alguna ventana del cielo ha de asomarse sonriente.
Grandes maestros de aquellos tiempos. Grandes maestros los de ahora en las tres
facultades de la UAdeC. Profesionales
que sacrifican tiempo de consulta o de cirugía para venir a enseñarnos a
pensar, para acompañarnos en nuestros primeros procedimientos quirúrgicos
efectuados en perros anestesiados con éter, práctica de la cual podría rescatar
un puñado de historias, algunas divertidas y otras muy trágicas. Todas ellas nos fueron enseñando, aparte de
la técnica anestésica o quirúrgica, a sentir confianza en nuestro actuar frente
al paciente.
De mi muy querido maestro, no pocas veces controversial en
aulas y pasillos, Doctor Carlos Ramírez Valdés, aprendí que para diagnosticar y
tratar un paciente hay que remitirse a la fisiopatología. Asomarse a la intimidad celular, ver qué
sucede a nivel microscópico, y de manera lógica irán apareciendo en nuestra
mente signos y síntomas, y una ruta crítica para su manejo.
Las experiencias personales aquí relatadas, multiplicadas
por el número de catedráticos que me enseñaron medicina. Y ese total multiplicado por el número de
egresados en cada generación, y nuevamente por el número de generaciones formadas
en estos 64 años. Un cúmulo incalculable de amor a la humanidad que crece con
el tiempo. No cabría en mil cuartillas. ¡Felicidades a ese universo de mentes y
corazones que han hecho de la medicina una misión sagrada!