QUINCE MINUTOS
Choqueados…
Pasmados…
Indignados…
Desesperados…
Así nos hallamos esta semana de profunda desgracia: Un joven de dieciocho años llevó a
cabo una terrible masacre en una escuela primaria pública en Uvalde, Texas. Perecieron 19 niños
y tres adultos.
Son de esas noticias que caen a plomo en la mente y el
corazón. Hechos que nos llevan a
cuestionar cómo vivimos en una sociedad que incuba en su seno personajes así de siniestros.
Surgen las terribles preguntas y las temerarias
acusaciones. Buscamos dónde colocar la
etiqueta de “culpables” para, al menos esta noche, ir a dormir con la
conciencia tranquila, sabiendo que estaba fuera de nuestro alcance haberlo evitado. Sin embargo, en una segunda vuelta y
haciendo acopio de nuestra más profunda honestidad, habría que reconocer que
cada uno de nosotros es responsable de lo sucedido, así sea en una mínima
proporción.
Sin afán de satanizar, habrá que enumerar lo que constituyó
la antesala del escenario final: Era un alumno víctima de acoso escolar. Lo describen sus compañeros como retraído y
poco participativo. Activo en redes
sociales, donde ya había dado pistas de lo que tenía en mente. Hijo de una madre con problemas de
drogadicción, razón que lo llevó a vivir con los abuelos.
Se van atando cabos para concluir que dicho caldo de cultivo
podría derivar en violencia. Desde
tiempo atrás dio atisbos de esas conductas reprimidas que, en un momento dado,
tienen un brote explosivo que nadie se espera, pero que viendo en retrospectiva
se explica por la suma de factores.
Ahora bien, ¿a quién vamos a responsabilizar?: ¿Al homicida,
puesto que ya tenía la edad para manejar armas? ¿A su madre, o a los abuelos,
que no detectaron los signos incipientes de sociopatía? ¿Al gobierno
norteamericano? ¿A la NRA que aporta grandes sumas de dinero a los partidos
políticos? ¿A las redes sociales?... Ahí podríamos seguir tratando de hallar
culpables, sin mencionar lo recién detectado en los últimos días: la tardanza de los cuerpos policíacos para
intervenir y evitar la masacre.
He estado conociendo la tesis del filósofo sudcoreano Byung-Chul Han, con relación a digitalización
y democracia. El autor menciona que,
frente a la red, la información aísla a los internautas, dentro de una burbuja
de falsa “comunidad”. Finalmente, los usuarios están cada vez más
solos, bajo una ilusión de pertenencia, siguiendo
lo que los líderes digitales marcan. Han
denomina a estos seguidores de líderes en la red como “enjambres digitales”,
para señalar la condición embrionaria de sus conciencias, a merced de los
“influencers” y “youtuberos”, que van marcando el rumbo. Su voluntad individual se halla obnubilada, sometida
al yugo de un poder del otro lado de la pantalla.
Los receptores digitales se tornan pasivos; frente a sus ojos ocurre un
espectáculo de “performance” bien montado. Ante dicho escenario, su anhelo más
grande será montar un espectáculo
inolvidable, que coloque su nombre en un lugar destacado, así sea por una única
vez en la vida, a cualquier precio. En el mundo digital la información fluye
tan rápido, que no hay tiempo para razonar las cosas. Se actúa casi por impulso. Se abandona la
reflexión que contrasta presente, pasado y futuro, por una obsesiva búsqueda del éxito.
Los enjambres no dan lugar a comunidades; el concepto de
“comunicación” es inexistente, no
incluye la presencia del otro. Lo que cuenta es mi sola opinión. Yo, desde mi espacio privado, en un punto de
éxtasis seré el amo de mundo, y hacia dicho objetivo centro mis afanes, dentro
de una burbuja autista.
No hemos salido del pasmo, pero definitivamente necesitamos
idear algo para cambiar el sentido de las cosas. Los problemas han surgido por nuestras
acciones individuales, y del mismo modo es la única forma de revertirlos:
Frente a la grave crisis, generar un sentido de comunidad y trabajar todos, uno
a uno, de manera activa. No pontificando
desde las redes; no criticando a los gobiernos; no satanizando… Vamos a
desarticular el problema atomizando las acciones:
Si quienes leemos estas líneas, nos hacemos el propósito de
dedicar quince minutos diarios a otros, a la vuelta se generará un círculo
virtuoso capaz de modificar el ambiente.
Si hoy llamo a una persona solitaria, y mañana dedico esos quince
minutos a visitar al vecino, y al siguiente día me enlisto para cooperar en un
hospital o en una iglesia. Si me
organizo con otros para hermosear un sitio público, o llevar música a un asilo…
Si, de los 1,440 minutos que tiene un día, dedico la centésima parte a hacer
algo por alguien, y lo hago todos los días, y contagio la idea a otros, a la
vuelta del tiempo surgirá un cambio social.
Será como la suave llovizna que a la larga termina por extinguir el peor
de los incendios.