OCTUBRE Y LA VIDA
Estamos
a escasos días de terminar octubre, que, a partir de 1988 se instituyó por
parte de la ONU como el mes de sensibilización y prevención del cáncer de mama.
El mundo se viste de color de rosa y muy diversas instituciones se solidarizan
con esta campaña de alertamiento que, gracias a su difusión, a la fecha habrá
salvado miles de vidas.
Con
esa mala maña que tengo, me asomo a la literatura para buscar información en
torno al tema. En este caso abrevo de lo escrito por mujeres. Han sido muchas
literatas las que han padecido el calvario que inicia al detectarse una
tumoración mamaria y continúa por todo lo que hay que pasar para clasificarla,
extirparla, determinar si está localizada o se ha esparcido a otras partes del
organismo, y ajustar un tratamiento para limitar o desterrar los efectos
secundarios que la enfermedad es capaz de provocar. Más delante hablar sobre
los efectos colaterales de los tratamientos, generalmente agresivos, ya sea por
radiación o quimioterapia, amén del aislamiento social que la enfermedad por sí
misma y sus diversos tratamientos, llegan a condicionar.
Quizá
la escritora más conocida por haber padecido y documentado su propio cáncer de
mama haya sido Susan Sontag. Fue diagnosticada en 1972, justo cuando trabajaba
en un libro acerca de la muerte en mujeres, en el que abordaría el suicido de
Virginia Woolf y la dolorosa muerte de Marie Curie, entre otras muchas, entre
las cuales también disertaba acerca de la muerte de Alice James, diarista
norteamericana y hermana de Henry James, muerta a finales del siglo diecinueve
por cáncer de mama a los cuarenta y dos años.
En
una revisión emprendida por Anne Boyer en su ensayo “Desmorir” me sorprende
descubrir la cantidad de mujeres literatas que padecieron este mal y a edades
muy jóvenes, y de como personajes de la talla de Sontag, hablan más bien poco
de su proceso frente al cáncer. Lo hacen más como disparos catárticos que como
un proceso caviloso al que nos tiene acostumbrados la norteamericana. La obra “Primavera
silenciosa” escrita por la bióloga y ambientalista Rachel Carson en 1962, habla
acerca del efecto de diversos químicos ambientales en la salud humana,
incluyendo el tema del cáncer, padecimiento que terminó con su vida dos años
después de publicada su obra.
“Mi
labor es habitar los silencios con los que he vivido…” escribió Audre Lorde, poeta feminista muerta
en 1992 a causa de la misma enfermedad, para hablar del silencio que solía
rodear en sus tiempos al cáncer de mama, y que, afortunadamente, ahora es mucho
menor. Aun así, queda mucho por hacer.
Quienes
hemos enfrentado un “tete a tete” con el cáncer, sabemos que se trata de
palabras mayores. Que a partir del momento en que llega a nuestra vida será una
presencia constante, aun cuando la ciencia médica consiga erradicar la lesión
primaria de nuestros tejidos y haga un puntual seguimiento de cualquier
recurrencia que pueda ocurrir. Comenzamos, entonces, a entender la vida de otra
manera, como un préstamo bendito que el cielo nos hace para aprovechar lo que
nos ha sido dado, de la mejor manera. Entendemos que la muerte es una realidad
que flota en el aire, y que en cualquier momento podríamos aspirar y así
terminar nuestra existencia. Pero no es algo que angustie o ensombrezca, por el
contrario, es un acicate que llama a hacer las cosas de la mejor manera posible
y hacerlas hoy, porque el mañana podría no llegar a nuestras vidas.
Reconocer
de manera tan lacerante que la vida es un préstamo y nada más, nos lleva a
reconciliarnos con nuestro pasado, a perdonar los males que podamos venir
cargando en la mochila de viaje. Nos llama a detenernos un momento frente al
espejo, congraciarnos con nuestra imagen y aprender a amarnos tal cual somos,
con nuestras heridas y cicatrices, hasta entender que para amar a otros
habremos de romper el capullo de nuestro propio egoísmo y así extender los
brazos a la vida.
Vivir
acompañados de la sombra del cáncer es aprender a danzar en su compañía
siguiendo el compás que la vida nos marca. Es medir los escollos del camino frente
a las verdaderas grandes dificultades, hasta hallarlos pequeños y sorteables.
Es entender que vivir la vida con un propósito que vaya más allá de nosotros
mismos, es la mejor manera de llevar nuestra condición humana a un nivel
superior.
“La
historia de la enfermedad […] es la historia del mundo” dice Anne Boyer
respecto al cáncer. Suscribo diciendo que la enfermedad, o el estudio de la
enfermedad, o la literatura al respecto, es una forma de entender nuestra
historia personal. Es descubrir que, solo al filo del precipicio, la vida se
aprecia en su total magnitud y aprendemos entonces a valorar cada respiro como
una oportunidad única de cincelar nuestra propia creación terrena.
