Han pasado nueve años desde que mi padre partió, y todavía camino por el sendero que él trazó con sus pasos firmes. No necesito mapas: basta con recordar su voz, sus silencios, la manera en que miraba el mundo con esa mezcla de severidad y ternura.
Él me enseñó que ser justo es más importante que ser bueno, porque la justicia no se acomoda a caprichos ni se esconde en simpatías; es recta aunque duela. Me enseñó también que la honorabilidad pesa más que la diplomacia, porque la cortesía sin verdad es un traje bonito sobre un cuerpo vacío. Y me enseñó, sobre todo, que todo lo que vale la pena debe hacerse con amor, incluso cuando duela, incluso cuando el amor se confunda con sacrificio.
Hoy su ausencia es un eco que no cesa. No hay día en que no me sorprenda buscándolo en un gesto, en una palabra, en la sombra que deja la tarde. A veces lo encuentro en mí mismo, en la forma en que enfrento la vida, en esa obsesión casi testaruda de hacer las cosas con rectitud. Otras veces lo descubro en lo que me falta: en los consejos que ya no puedo escuchar, en el abrazo que no llega, en el orgullo que imagino y que ya no puedo confirmar en sus ojos.
Nueve años después, sigo conversando con él en silencio. Le cuento mis aciertos como si estuviera presente y le confieso mis errores como quien pide consejo en voz baja. Su ausencia se volvió una brújula: no señala el norte, pero me recuerda el rumbo.
A veces me pregunto qué pensaría al verme ahora, si aprobaría mis decisiones, si reconocería en mí al hombre que él intentó formar. Y aunque la respuesta siempre se escapa, me consuela creer que sí, que cada paso que doy con justicia, honor y amor es, en cierta forma, un diálogo secreto con él.
Porque hay ausencias que no desaparecen: se transforman en caminos. Y el suyo, nueve años después, todavía me sostiene...
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