REFLEXIÓN
L'enfance
est le tout d'une vie, puisqu'elle nous en donne la clef.
François
Mauriac
Hay un gran libro de Sergio Ramírez: “Infancia es
destino”. El autor –psicoanalista—hace
una minuciosa disección de los elementos históricos que modulan la conducta del
individuo y, por ende, establecen el comportamiento de las sociedades. Luego
llega Mauriac a reafirmarnos que es, primordialmente en las entrañas del hogar,
donde dicho proceso comienza. Ya que, según señala él, en la paráfrasis con que
inicio, la infancia es el todo de una vida, pues ella nos da la llave (para
vivirla).
Cada
vez son más países, en particular de la Unión Europea, donde los niños
comienzan a escasear. Las generaciones
jóvenes empujan a las maduras, y estas hacen lo necesario para llegar a la
tercera y cuarta edad en condiciones apropiadas. Se cuidan, de modo que su
expectativa de vida va en aumento. En
nuestro continente la pirámide poblacional se ha invertido, la idea de tener
hijos es menor entre jóvenes, y el concepto de familia se modifica a sucedáneos,
que las legislaciones no acaban de abarcar en su totalidad: Hay familias
compuestas, en las que cada cónyuge viene con hijos de relaciones anteriores,
pero no dispuestos a traer más niños al mundo.
Hay por otra parte sociedades de convivencia, individuos con perrhijos y
lo que venga. ¡Vaya! la exuberancia de
mi pequeño jardín me está llevando a querer inaugurar un nuevo concepto, que
bien pudiera llamarse “planthijas”. A cada nueva planta le busco su ubicación,
y tal parece que me lo agradece obsequiándome un verdor desbordante, mismo que
atrae invitados de primera categoría: Calandrias, colibrís y algún que otro
carpintero.
Los
niños que habitan nuestro planeta –sin embargo—plantean un reto singular, en
especial para quienes han decidido traerlos al mundo. Cada personita tiene necesidades únicas que
habrá que satisfacer de la mejor manera.
A estas alturas del partido de la anticoncepción, no es válido llamar
“accidente” a un recién nacido. Si viene
al mundo, estamos obligados a ofrecerle todo aquello que se merece. Como señala con total acierto mi colega y amigo,
Guillermo Gutiérrez Calleros, la preparación para tener un hijo comienza 20
años antes, con la de los propios padres.
Frente
a tal escenario, en un mundo en el que hay lo indispensable para planificar las
cosas, no se vale actuar sin toda la responsabilidad que al caso corresponde.
No hay razón para que nosotros, como sociedad, permitamos que vayan por el
mundo niños silvestres, que no estén preparados para vivir una vida satisfactoria.
Tener
un niño en casa implica adecuar todo –hasta el último rincón—a las necesidades
del pequeño, y no lo contrario, por más que parezca un juego de palabras. Ese bebé que no pidió ser incluido en la
jugada, no tiene por qué recibir la peor mano, sino la mejor. Habremos de ocuparnos para que, desde antes
de nacer, cuente con elementos que le permitan desarrollar todo su potencial
como adulto. En la fórmula está
incluida, por supuesto, una infancia feliz, como catalizador de esa maravillosa
cadena emocional, que culmina en un ser humano satisfecho con lo que es y con
lo que tiene. Uno que esté dispuesto a invertir todos sus recursos de tiempo y
energía en el logro de sus metas. Y que,
para lograrlo, conozca y maneje, de igual manera, sus capacidades y sus
limitaciones.
Entre
ese ideal “del libro” y el ser humano que llega al mundo, está la presencia de
una familia amorosa que lo reconoce y acepta.
Que se propone caminar al compás de sus primeros pasos, para acompañarlo
siempre, en toda circunstancia. Una
familia integrada por adultos que asumen como prioritario ese proyecto de ser
humano, que la vida les ha encomendado.
Hay
una escena que llega de manera reiterada a mí: Un hombre joven conduciendo un
vehículo en el que van tres o cuatro chiquillos brincando como chapulines. El conductor maneja a ciegas, pues lleva la
vista clavada en la pantalla de su celular, mismo que sostiene entre las manos con
las que a la vez sujeta el volante. Está a punto de llegar al crucero con una
avenida ancha y transitada. Debe hacer
alto, pero no lo hace. Por ventura en ese justo momento no venía ningún
vehículo que los hubiera impactado de fea manera. Cuando menos ese crucero lo libraron, pero
¿el de la siguiente esquina? ¿Seguirán esos niños con vida, o habrán pasado a
ocupar su lugar en las herrumbrosas gavetas de una morgue?...
Tener
un hijo es sellar un contrato con la vida.
Ser capaces de amarlo, con tal intensidad, como para adecuar lo propio a
favor de lo que a él más conviene. Es atestiguar su desarrollo, aplaudir sus
logros –que no son nuestros--, y algún día, con ese mismo gozo, verlo partir.