100 Y CONTANDO
Albert Einstein dividió a la humanidad en dos mitades. La
primera constituida por los escépticos,
quienes piensan que los milagros no
existen. La otra mitad la forman los entusiastas, para los cuales la vida representa una sucesión interminable
de milagros.
Francisco Ledesma Guajardo corresponde al último grupo de
hombres y mujeres, que tienen la capacidad de encontrar cada mañana un motivo
para vivir, un asombro ante el cual maravillarse, y una razón para dar gracias
a la vida. La relación con él, a quien
considero a la vez amigo y maestro, inició hace muchos años, cuando la tecnología
estrenaba los correos electrónicos como una forma veloz y económica para
comunicarse. En Torreón, donde él radica, se dio a la tarea de conseguir mi
dirección de correo electrónico, lo hizo a través de mi querido tío Homero del
Bosque Villarreal, con quien siempre lo
unió una entrañable amistad. A partir de ese primer correo, hace más de 20
años, comenzamos un intercambio de misivas electrónicas variopintas: poesía,
relatos familiares y eventos especiales. Del total de correos que he recibido
de su parte, tengo muy presentes algunos,
aunque debo reconocer que cada entrega suya en mi bandeja
es acogida con gusto y alegría. Sé de antemano que contendrá un mensaje
enriquecedor, optimista y pleno de esperanza.
Viene a mi memoria un correo que mandó hace varios años,
cuando él y su amada esposa Martha celebraban un aniversario de bodas muy
significativo. El texto se hacía acompañar de una fotografía que es como un
poema, dibuja línea por línea de manera fiel, cómo el amor llega a convertir a dos personas en
una fundación única, un hogar cálido, una capilla santa. Todo ello sin que la estrecha unión impida a cada
uno de los esposos conservar su esencia individual.
Otro correo significativo --del que quiero hablar en
particular-- me llegó esta semana. Como en el caso anterior, incluye una
fotografía, esta vez únicamente de Francisco, con un encabezado que dice “Centésimo
aniversario”, seguida de un texto redactado por el propio cumpleañero, mediante
el cual agradece de forma puntual, a quienes han acompañado su camino durante
estos diez decenios. Me emocionaron sus palabras, primero por él, luego por su amada
familia, y finalmente por mí, a quien generosamente incluye entre sus
amistades.
Los seres humanos nos manejamos en dos coordenadas, no
necesariamente inalterables. Por una parte está el espacio, a través del cual
somos capaces de desplazarnos, y más en estos tiempos de avanzada tecnología. Las fronteras físicas –en su mayoría—vienen
siendo reemplazadas por fronteras políticas, religiosas, o ideológicas. Hoy podemos
ir y venir a través de las diversas geografías, muchas de las veces con solo
desearlo. El tiempo que llevaba a Marco
Polo recorrer la ruta de la Seda en el siglo 13, alcanzaría hoy para darle la
vuelta completa al planeta, conociendo las principales capitales del mundo.
El otro elemento de las coordenadas es el tiempo. Su paso es
riguroso, pero aun así resulta relativo. El tiempo adquiere un ritmo propio conforme
a nuestras expectativas, la biografía personal, y fundamentalmente el
entusiasmo que inyectemos en cada proyecto que albergamos. No tienen que ser
los grandes emprendimientos que cambien al mundo, basta con que sean aquellos
que activen fe y creatividad en nuestra vida personal. Así tendremos suficientes elementos para hacer
rendir el tiempo que se nos ha prestado, y que no sabemos en qué momento habrá
de agotarse.
A Francisco nunca he sentido la necesidad de anteponerle el
“Don”, aun cuando hay cierta diferencia de edades. Jamás me había detenido a
analizarlo, a vuelo de pájaro supuse que sería el cariño el que me movía a
nombrarlo de un modo tan familiar. Sin embargo, con motivo de su centésimo aniversario,
y los años que tenemos de conocernos, he alcanzado a entender, y para ello va
una anécdota muy significativa de su parte,
que paso a narrar:
Calculo que él tendría unos 85 años cuando me envió una
presentación cuyo tema era el envejecimiento. Me la hizo llegar con un texto
que decía: “Porque algún día la vamos a necesitar”. Me causó gracia que a su
edad no se sintiera incluido entre los de la tercera o la cuarta edad, pero no
es sino hasta ahora que entiendo qué quiso decir. Sé que a sus 100 años
Francisco tiene un alma de niño que busca, se sorprende y se alegra, y no
contento con hacerlo para sí, va y contagia a todos los demás. Así llega al
centenario y sigue sin necesitar los consejos para el envejecimiento, puesto
que es un alma joven. He ahí la gran enseñanza que hoy me deja. Y por eso no
puedo anteponerle un solemne “Don”, rígido y formal, para él que vive con la
alegría en pleno vuelo, como cometa al aire en cualquier soleada mañana
lagunera.