NUESTRAS DEBANHIS
Cuando esto preparo, Debanhi, la
joven neoleonesa de 18 años desaparecida a principios de semana no ha sido
encontrada. Una última imagen la muestra
en Escobedo, a la orilla de la carretera, la noche de su desaparición. Confío en que, para el día en que se publique
la presente colaboración, ella esté con su familia sana y salva.
Lo sucedido con esta chica da
mucho qué pensar: Ha sido una curva ascendente de desapariciones de niñas y
adolescentes que, por desgracia, no siempre terminan como quisiéramos. Es muy fácil frente a nuestras pantallas
pontificar y criticar: a la propia desaparecida, a su familia o a sus amigas…
Cuánto bien nos haría practicar la misericordia, ponernos en los zapatos de
quienes están pasando esa pena, orar por ellos y tener la humildad de reconocer que, si estuviéramos en su lugar, lo más probable es
que estaríamos actuando de igual manera.
No suelo ver las “mañaneras”. No obstante, en redes sociales capturé el
momento cuando una reportera pregunta al primer mandatario sobre las mujeres
desaparecidas y los feminicidios, y él, muy a su estilo, elude dar una
respuesta directa, remitiéndose a hablar de los sexenios pasados y de Carmen
Aristegui. Para mí como mujer y como
madre, esa fue una forma de desacreditar el dolor de quienes sufren tan
terribles pérdidas; restar toda la importancia a la desgracia que tiene a
tantas familias en la zozobra o en el duelo.
Los homicidios por razón de género constituyen, a todas luces, un
problema que crece a pasos agigantados, y así, de ese tamaño deberían ser las
estrategias reales para resolverlo. Nos
remitimos al punto nuclear, lo anterior es resultado de descomposición social, un
asunto que no va a terminar colocando un soldado en cada esquina. Las
desapariciones y los feminicidios son síntoma de una falla estructural de
nuestra sociedad, que no se resuelve mediante el discurso, el reparto de culpas
ni la militarización. Se requiere de un estudio científico, con verdaderos
especialistas en temas sociales, para entender
a fondo qué cambios antropológicos, socioeconómicos y políticos están llevando
a las familias a la generación de conductas de riesgo que bien pueden terminar
con la vida de niñas y adolescentes, como el caso que nos ocupa.
Sin caer justo en lo que critico
al inicio, esto es, pontificar, sí me atrevo a hacer algunas observaciones que ayuden
a trazar un plano general del problema. Podemos visualizar el perfil de las
familias actuales de clase media, en las cuales resulta común, o que sean
monoparentales, o que ambos padres trabajen fuera de casa para cubrir las
necesidades económicas de la familia. Ahí ya tenemos un punto de inflexión que
dificulta la transmisión de valores ciudadanos a los hijos.
Hemos ido cayendo en la idea del
capitalismo como eje de nuestros proyectos de vida, en suponer que el valor de
una persona se mide en pesos y centavos, y que para ser alguien en la vida habrá
que acumular bienes. Hay infinidad de
arquetipos ahí afuera que así lo sugieren en una primera vista, llevándonos a
creer que, tan es importante, que no obstan los medios utilizados, con tal de
conseguir el fin deseado.
Tendemos a “normalizar” la
violencia en cualesquiera de sus formas.
Justificarla, racionalizarla, hacerla ver como algo cotidiano y sin
importancia. Estamos generando jóvenes que
no están acostumbrados a luchar por conseguir las cosas; buscan la satisfacción
inmediata, sin reparar en los costes que ésta tenga. Además, son niños de
cristal, personas con baja tolerancia a la frustración, que se violentan con
facilidad.
Colocamos a estos jóvenes en un
ambiente de libertades. Les permitimos
hacer lo que gusten, sin detenerse a
ponderar los posibles resultados, o
sopesar las consecuencias de sus acciones. Muy en el fondo de nosotros,
los mayores, hay un sentimiento de inseguridad, un temor a perder la simpatía
de los hijos, y hasta una idea mágica de que, en estos tiempos, tal vez ellos
sepan mejor que nosotros cómo conducirse allá afuera. Extrapolamos nuestra desventaja tecnológica a
la vida misma, hasta llegar a sentirnos incompetentes para orientarlos.
Un escenario de impunidad no
contribuye a abatir la criminalidad.
Cuando a una mujer le da miedo denunciar, o la criminalizan a ella misma
por haber sido violentada. Cuando las
indagatorias arrojan pobres resultados, o terminan en el fondo de un cajón. En un sistema en el que la justicia tantas
veces se aplica de manera discrecional, se genera el pensamiento en el criminal
potencial de que infringir la ley no traerá consecuencias. Ello llevará a más de uno a caer en conductas
ilícitas.
Por la Debanhi de hoy y las del futuro,
es necesario asumir que el problema es de todos, de tal manera que todos estamos obligados a solucionarlo.