domingo, 17 de abril de 2022

CONTRALUZ por María del Carmen Maqueo Garza

 

NUESTRAS DEBANHIS

Cuando esto preparo, Debanhi, la joven neoleonesa de 18 años desaparecida a principios de semana no ha sido encontrada. Una última imagen  la muestra en Escobedo, a la orilla de la carretera, la noche de su desaparición.  Confío en que, para el día en que se publique la presente colaboración, ella esté con su familia sana y salva.

Lo sucedido con esta chica da mucho qué pensar: Ha sido una curva ascendente de desapariciones de niñas y adolescentes que, por desgracia, no siempre terminan como quisiéramos.  Es muy fácil frente a nuestras pantallas pontificar y criticar: a la propia desaparecida, a su familia o a sus amigas… Cuánto bien nos haría practicar la misericordia, ponernos en los zapatos de quienes están pasando esa pena, orar por ellos  y tener la humildad de reconocer que, si  estuviéramos en su lugar, lo más probable es que estaríamos actuando de igual manera.

No suelo ver las “mañaneras”.  No obstante, en redes sociales capturé el momento cuando una reportera pregunta al primer mandatario sobre las mujeres desaparecidas y los feminicidios, y él, muy a su estilo, elude dar una respuesta directa, remitiéndose a hablar de los sexenios pasados y de Carmen Aristegui.  Para mí como mujer y como madre, esa fue una forma de desacreditar el dolor de quienes sufren tan terribles pérdidas; restar toda la importancia a la desgracia que tiene a tantas familias en la zozobra o en el duelo.  Los homicidios por razón de género constituyen, a todas luces, un problema que crece a pasos agigantados, y así, de ese tamaño deberían ser las estrategias reales para resolverlo.  Nos remitimos al punto nuclear, lo anterior es resultado de descomposición social, un asunto que no va a terminar colocando un soldado en cada esquina. Las desapariciones y los feminicidios son síntoma de una falla estructural de nuestra sociedad, que no se resuelve mediante el discurso, el reparto de culpas ni  la militarización.  Se requiere de un estudio científico, con verdaderos  especialistas en temas sociales, para entender a fondo qué cambios antropológicos, socioeconómicos y políticos están llevando a las familias a la generación de conductas de riesgo que bien pueden terminar con la vida de niñas y adolescentes, como el caso que nos ocupa.

Sin caer justo en lo que critico al inicio, esto es, pontificar, sí me atrevo a hacer algunas observaciones que ayuden a trazar un plano general del problema. Podemos visualizar el perfil de las familias actuales de clase media, en las cuales resulta común, o que sean monoparentales, o que ambos padres trabajen fuera de casa para cubrir las necesidades económicas de la familia. Ahí ya tenemos un punto de inflexión que dificulta la transmisión de valores ciudadanos a los hijos.

Hemos ido cayendo en la idea del capitalismo como eje de nuestros proyectos de vida, en suponer que el valor de una persona se mide en pesos y centavos, y que para ser alguien en la vida habrá que acumular bienes.  Hay infinidad de arquetipos ahí afuera que así lo sugieren en una primera vista, llevándonos a creer que, tan es importante, que no obstan los medios utilizados, con tal de conseguir el fin deseado.

Tendemos a “normalizar” la violencia en cualesquiera de sus formas.  Justificarla, racionalizarla, hacerla ver como algo cotidiano y sin importancia.   Estamos generando jóvenes que no están acostumbrados a luchar por conseguir las cosas; buscan la satisfacción inmediata, sin reparar en los costes que ésta tenga. Además, son niños de cristal, personas con baja tolerancia a la frustración, que se violentan con facilidad.

Colocamos a estos jóvenes en un ambiente de libertades.  Les permitimos hacer lo que gusten, sin detenerse  a ponderar los posibles resultados, o  sopesar las consecuencias de sus acciones. Muy en el fondo de nosotros, los mayores, hay un sentimiento de inseguridad, un temor a perder la simpatía de los hijos, y hasta una idea mágica de que, en estos tiempos, tal vez ellos sepan mejor que nosotros cómo conducirse allá afuera.  Extrapolamos nuestra desventaja tecnológica a la vida misma, hasta llegar a sentirnos incompetentes para orientarlos.

Un escenario de impunidad no contribuye a abatir la criminalidad.  Cuando a una mujer le da miedo denunciar, o la criminalizan a ella misma por haber sido violentada.  Cuando las indagatorias arrojan pobres resultados, o terminan en el fondo de un cajón.  En un sistema en el que la justicia tantas veces se aplica de manera discrecional, se genera el pensamiento en el criminal potencial de que infringir la ley no traerá consecuencias. Ello  llevará a más de uno a caer en conductas ilícitas.

Por la Debanhi de hoy y las del futuro, es necesario asumir que el problema es de todos, de tal manera que  todos estamos obligados a solucionarlo.

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