LOS
SESENTA EN MIS SESENTA
Hace quince días cumplí años. Me sorprendo al descubrir que estoy a tres
años de completar siete décadas de vida.
Claro, a estas alturas hay una serie de circunstancias que podrían
impedir que lo consiga, pero la
expectativa es hacerlo. Aunque no suelo
festejar en gran manera, esta vez el norovirus nos puso a mi hija y a mí en
reposo forzado; permanecimos en casa trabajando cada cual en lo suyo. Decliné su invitación de salir a comer fuera; me apetecía más un
menú de memorias en blanco y negro, y eso hicimos, al calor de una taza de té
de hierbabuena.
Como chispazos vienen a mi mente
imágenes y vivencias de mi infancia. Una
muy divertida fue cuando cumplí ocho años. Mi mamá me preparó una fiesta que, a
la fecha, las asistentes recuerdan. Llamó al periódico para la fotografía en la
página de Sociales. Esa mañana decidí
que ya no quería usar fleco; fui al canasto de costura de mi madre, saqué las
tijeras y tronché de raíz el copete. Ya
se imaginarán cómo salió la fotografía con la frente poblada por un mechón como
brote silvestre de zacate. Así estuve
platicándole a mi hija las experiencias de una niña en los años sesenta, cuando
las cosas se daban a otro ritmo, todo se cocinaba más lentamente, tanto en la
cocina como en el alma. Las cosas eran
para siempre. Había talleres de
reparación de licuadoras y de planchas, y gabinetes de zurcido de medias de
seda. Mi mamá tuvo varios pares de
medias con costura, que eran más costosas y bien valía pagar por una
zurcida. Los señores solían usar
pañuelo, desde paliacates hasta finos personalizados. En las familias el “gallito” era esa prenda
que, una vez que el mayor crecía y ya no podía utilizar, iba pasando en sentido
descendente, como bien señala Gonzalo Celorio en su novela “Los apóstatas”. El sentido de comunidad era tal, que hasta
las fotografías de uno eran utilizadas por el otro en una emergencia.
Vivíamos en un sistema colectivo
donde no había esos límites que hoy en día nos impone el capitalismo. Todos hallábamos muy normal el desapego a las
marcas, muy distinto a los chicos de hoy.
Se compraba lo que buenamente se podía, y nadie se fijaba en la casa
productora o en el diseñador. Cumplía su
función dentro del hogar, y eso era suficiente.
En blanco y negro viene una
colección de imágenes de mis abuelas
materna y paterna, tíos abuelos, mis papás, mis tías maternas y la primada.
Recuerdos de eventos, como la clásica visita al Parque de Chapultepec y la foto
sobre un caballo de madera. O en trajinera en Xochimilco. Recuerdos de funciones de circo; recitales de
piano o festivales escolares. Memorias de un mundo más tranquilo y ordenado,
o al menos así era percibido a mi corta edad.
Teníamos entonces oportunidad de procesar la información con mayor
detenimiento, aunque, hay que decirlo, si algo no entendíamos, a veces podíamos
quedarnos con la duda por mucho tiempo, en particular si el tema tenía relación
con asuntos de moral. Nacida en un
hogar muy católico, hija única por diez años, las dudas inocentes que tuve como
niña terminaron provocándome la certeza de que estaba condenada al fuego eterno,
y que el diablo en su traje rojo, con cuernos, cola y tridente, vendría por mí
en cualquier rato. De hecho, en una temporada soñaba cada noche que me llevaba
con él. Afortunadamente la ciencia ha
derribado muchos de esos mitos que tanta angustia provocaron a niños de mi edad
en los sesenta.
Pude evocar la primera tornamesa en la casa paterna, de
esas de caja como veliz con agarradera, que se abrían para ir colocando los LP
y los discos de 45 revoluciones. Mi
primera adquisición, seguramente por el precio más que otra cosa, fue un disco
instrumental de “Los cerezos en flor”, que jamás había escuchado antes, pero a
partir de su compra pondría religiosamente cada tarde. No recuerdo el nombre
del compositor ni de la orquesta que lo interpreta. Google no me saca de dudas. Eso sí, evoco la melodía como si la estuviera
escuchando en este momento.
La infancia es esa etapa ajena al
tiempo en la que se acomodan las fichas para el juego de la vida. De repente queremos recordar y pareciera que
estamos frente a una página en blanco, pero en la medida en que comenzamos a
enfocarnos, van apareciendo memorias, una tras otra, y tal vez arriben recuerdos que se habían quedado archivados por
decenios. A los sesenteros nos tocó
vivir una infancia más intuitiva y artesanal, con límites bien definidos. La
autoridad paterna incuestionable, la materna constante a nuestro lado. Algunos sometidos a un estricto rigor
disciplinario. Apenas comenzaban a
circular por el mundo los libros del Doctor Spock, que revolucionarían la
educación en casa.
Crear para nuestros chicos una
infancia feliz, que dé gusto reinventar mañana.