domingo, 22 de enero de 2012

CONTRALUZ por María del Carmen Maqueo Garza

A TRAVÉS DEL ESPEJO
Mientras somos niños estamos  salvo de los sobresaltos  propios de la edad adulta; durante esa etapa todo es posible,  nuestro padre es   un dios capaz de cambiar el orden de los astros en el universo, y en los brazos de mamá no hay problema que no   halle consuelo.   Lo traigo a colación porque ahora que pretendo hablar de un mundo alrevesado, viene a mi memoria el libro: “Alicia a través del espejo”,  que  llegó a mi vida de forma muy singular.
   Haber sido criada como hija única por diez años     dio por resultado una niña muy independiente que decidía si buscaba alguna amiga para jugar, o si  disfrutaba  la tarde por su cuenta.  Aún tras  la llegada de mis dos hermanas,  muchos años después, crecí como hongo bastante  solitario en un mundo de adultos, en parte por circunstancias, y en parte por gusto propio.
   Volviendo al asunto del libro,  aquel viernes comí temprano, y para cuando mis papás  se  disponían a hacer lo propio, y los preparativos convertían a la cocina en un espacio de locura, pedí permiso para ir a casa de los vecinos. Algo falló, y dando por hecho que tenía autorización salí de casa de lo más fresca, anticipando el rato de diversión que me esperaba. Con lo que me topé a mi regreso un par de horas después, fue el opuesto absoluto,  la Troya de Homero se quedó corta frente a aquella escena, pues me daban por desaparecida;  de  esa tarde sólo recuerdo el retumbo de la voz paterna acompañado al fondo de la imagen de llanto desbordante de mi madre. 
   Ese día aprendí que en comunicación no es lo mismo enviar un mensaje que  verificar que se haya recibido; de alguna manera lo que yo di por hecho jamás fue registrado,  asunto que me valió un castigo ejemplar: Un año sin  revistas de historietas, lo que  interrumpía una larga tradición familiar consistente en que después de la comida dominical íbamos a la Plaza de Armas en donde mi papá compraba el Excélsior, mi mamá su revista Paris Match, y yo mis historietas.   Aquella santa reprimenda tuvo su parte positiva, ya que detrás del Thor paterno de  aquella tarde, surgió  el padre complaciente que comenzó a comprarme  un libro por semana, y entre los más de  cincuenta títulos que llegaron a mis manos por  dicho concepto, me topé con “Alicia a través del espejo” de Lewis Carroll, que me gustó más que su  predecesor “Alicia en el país de las maravillas”.  Un delicioso mundo al revés que hallé más    fantástico que matemático, con aquellas jitanjáforas divertidísimas como  las que dicen:
“Pero brumeaba ya negro el sol//agiliscosos giroscaban los limazones//banerrando por las váparas lejanas//mimosos se fruncian los borogobios//mientras el momio rantas necrofaba...”
   Viene a mi mente la lectura de aquella obra frente a situaciones alrevesadas fuera de toda lógica que, como Alicia en el espejo   damos por “normales”, fijamos nuestra atención por un momento en ellas, y luego simplemente damos vuelta a la hoja y seguimos viviendo como si nada.  Por citar algunas:
   En el reciente accidente del crucero italiano Costa Concordia en las proximidades de la Isla Giglio, el capitán abandonó la nave, se puso a salvo en tierra firme, y desde allá   observó la tragedia en calidad de espectador, por más que el capitán de puerto lo conminaba a regresar a la nave.  Al momento de ser interrogado  justificó su  proceder de maneras dignas de competir con  cualquier  narrativa fantástica de Cortázar:
   O lo clásico nuestro: Funcionarios de muy distintos niveles son acusados de malversación de fondos, enriquecimiento ilícito o   ejercicio indebido de funciones públicas, y aún frente a la contundente evidencia ellos lo niegan… Nosotros indignados alzamos la voz por quince minutos, y luego nos olvidamos del asunto.
  Un término utilizado por el periodista Damien Cave del NYT para referirse a México: “Un país tan transparente como una cortina opaca”, tiene mucho de verdad.  La turbiedad ampara  toda suerte de malos manejos, y muchos de quienes nos convencieron de votar por ellos ahora con total descaro se sirven con la cuchara grande, en nuestras propias narices, cobijados bajo el manto de la impunidad. 
   O sea, muchas cosas son exactamente lo  contrario de lo que deberían ser, y nosotros  como Alicia  pasando de uno a otro lado del espejo como si nada.  Para las obligaciones estamos de este lado del espejo, para los derechos del otro, y la verdad es que el país sale perdiendo.
   Está por terminar un sexenio  muy doloroso en términos de polarización de la economía, pero sobre todo en vidas humanas, por una lucha armada que ha venido a atizar las brasas de la inseguridad y la violencia.
   Al filo del espejo: ¿Qué queremos para los siguientes seis?...  

COSAS NUESTRAS por Jorge Villegas

Espejos
En nuestro andar por el mundo nos gusta rodearnos de espejos.
Leemos los periódicos que piensan como nosotros, vivimos entre nuestros iguales.
Reducimos el mundo a nuestra escala, a nuestra estampa y semejanza.
Decimos que el mundo entero celebra con nosotros la Navidad, por ejemplo.
Pero la mitad de la humanidad no es cristiana.  Ni pone árbol de Navidad.
Creemos que México entero es como nuestro barrio, como el campestre.
Que todos somos antipriístas, que nadie puede vivir sin el futbol.
Por eso nos sentimos como extraños en un país de pobres, de nacos y telenoveleros.
jvillega@rocketmail.com

THE SILENCE BEFORE BACH: Concierto en el metro

POEMA DE VÍCTOR HUGO





Te deseo primero que ames
 y que amando
 también seas amado.

Y que de no ser así
 seas breve en olvidar
 y que después de olvidar
 no guardes rencores.

Deseo pues, que no sea así,
 pero que si es sepas ser
 sin desesperar

Te deseo también que tengas amigos,
 y que incluso malos e inconsecuentes
 sean valientes y fieles,
 y que por lo menos haya uno
 en quien puedas confiar sin dudar.

Y porque la vida es así,
 te deseo también que tengas enemigos,
 ni muchos ni pocos,
 en la medida exacta
 para que algunas veces
 te cuestiones tus propias certezas.
 Y que entre ellos haya por lo menos uno
 que sea justo para que no te sientas demasiado seguro.

Te deseo además que seas útil,
 más no insustituible. Y que en los momentos malos
 cuando no quede más nada
 esa utilidad sea suficiente
 para mantenerte en pie.

Igualmente, te deseo que seas tolerante
 no con los que se equivocan poco porque eso es fácil,
 sino con los que se equivocan mucho e irremediablemente,
 y que haciendo buen uso de esa tolerancia
 sirvas de ejemplo a otros.

Te deseo que siendo joven
 no madures demasiado de prisa,
 y que ya maduro no insistas en rejuvenecer,
 y que siendo viejo no te dediques al desespero.
 Porque cada edad tiene su placer y su dolor
 y es necesario dejar que fluyan entre nosotros.
  

Te deseo de paso que seas triste
 No todo el año, sino apenas un día,
 pero que en ese día descubras
 que la risa diaria es buena,
 que la risa habitual es sosa,
 y la risa constante es malsana.

Te deseo que descubras
 con urgencia máxima
 por encima y a pesar de todo,
 que existen y que te rodean,
 seres oprimidos tratados con injusticia
 y personas infelices.

Te deseo que acaricies un gato
 alimentes a un pájaro
 y oigas a un jilguero erguir triunfante su canto matinal,
 porque de esta manera
 te sentirás bien por nada.

Deseo también que plantes una semilla
 por minúscula que sea
 y la acompañes en su crecimiento,
 para que descubras
 de cuantas vidas esta hecho un árbol.

Te deseo, además
 que tengas dinero,
 y que por lo menos una vez por año
 pongas algo de ese dinero frente a ti y digas:
 "Esto es mío"
 sólo para que quede claro
 quien es el dueño de quien.

Te deseo también
 que ninguno de tus afectos muera,
 pero que si muere alguno
 puedas llorar sin lamentarte,
 y sufrir sin sentirte culpable.

Te deseo por fin que siendo hombre
 tengas una buena mujer,
 y que siendo mujer tengas un buen hombre,
 mañana y al día siguiente
 y que cuando estén exhaustos y sonrientes,
 hablen sobre amor para recomenzar.

Si todas estas cosas llegaran a pasar
 no tengo más nada que desearte.

VICTOR HUGO
 1802-1885

EL NIÑO FIDENCIO desde la lente de Chico Sánchez

Uno de los grandes íconos dentro de las creencias populares del noreste de México es conocido como "Niño Fidencio". La lente de Chico Sánchez nos regala en esta ocasión un singular acercamiento a estas creencias mágico-religiosas que forman parte de nuestra propia cultura.

Texto de Eusebio Ruvalcaba desde la revista digital Kaja Negra

Ilustración: Marco Verazaluce
Antisonata
Las notas resbalaban en sus oídos. Movía los dedos rítmicamente. Seguía el compás, tarareaba el crescendo, se emocionaba con el stacatto. No veía ninguno de los demás rostros que cabeceaban, que se movían en torno suyo (y los había interesantísimos: expresionistas, cubistas, futuristas). Su concentración era prodigiosa. Parecía, si se le observaba con un mínimo de atención, que era su propia obra, y no la de Mozart, la que estaba ejecutando aquel pianista.

El piano. El piano. El piano era el causante: de ahí venían sus emociones, lo anhelado, lo borrascoso. Quería unirse con todos sus sentidos a él. Así lo había deseado siempre.

Así lo había deseado desde los cuatro o cinco años de edad: veinte más habían transcurrido desde entonces. Recordaba que cuando pequeño —y casi hasta ser un adolescente— se arrodillaba en el mosaico rojo y jugaba a los carritos mientras su padre tocaba Mozart, Schumann, Schubert, Brahms —y desde luego a Beethoven. Su gusto, no dejaba de repetírselo, era excelente: conocía, palpaba a los clásicos y a los románticos, los dominaba a la perfección, ¡claro, a su progenitor le fascinaban! Se pasaba así horas y horas tratando de memorizar las frases, las melodías. Veía sus manos deslizarse, rivalizando entre sí. Y entonces corría hasta llegar fatigado a su playa predilecta, la vieja compañera inacabable, tan familiar, tan propia.

Al mar, a aquella enorme masa azul que parecía ser hueca, le confesaba su afán de dominar el instrumento. Aún no lo lograba pero seguiría insistiendo. A esa lucha —soñaba— consagraría toda la carga de inteligencia y de pasión que sentía poseer. ¿Y la pintura? Estaba en segundo plano, atrasito de la música, pero le exigía su cuota de tiempo y concentración. Todo era cosa de organizarse, se repetía cuando sentía que el mundo se le venía encima.

Cierto, mi padre me inyecta ánimos, pero a la vez me humilla, me lastima, ¡como si todos naciéramos genios! Paciencia, es lo que yo requiero, paciencia. ¡Dónde la encuentro, dónde! En mi soledad. Cuidado. Solamente ahí. En mi soledad. ¿Y el piano? Él simboliza todo lo contrario, con él jamás puedo estar a solas: es un insolente, no tolera errores, ni siquiera descansos. El piano y la música. Me acuchillan, me despedazan. El piano. Maldito artefacto. Ahí está: esperándome, mirándome, desafiándome: fiel al sonido, implacable con los dedos torpes.

En realidad, Edmundo estaba ya ubicado. Músicos frustrados los había a montones —incluso más que poetas, se consolaba sonriendo. Mozart, mientras tanto, seguía penetrando hasta la médula. Lo oía y alcanzaba a conmoverse: quizá no era demasiado tarde. Cerró los ojos. El andante se enredaba en las columnillas art nouveau. Edmundo sentía que sus manos volaban hacia los pinceles. Los colores predilectos parecían escurrir delante de él. Sí, su trabajo como pintor comenzaba a perfilarse apenas. Le profetizaban que sería grande. Pero él no estaba conforme.

No, hijo, tu verdadero camino es perpetuar la memoria de tu padre a través de la música. Para allá deben ir encaminados tus esfuerzos. No te desvíes jamás. Tu pintura es hermosa. ¡Posees los genes! Vendrán premios, innúmeras satisfacciones. Eres afortunado en haber heredado mi talento. Hijo, mi pequeño hijo, me haces feliz. Ven, enséñame una vez más el retrato que hiciste de mí.

¡Un error! ¡Diablos! Este recital estaba convirtiéndose en algo insoportable. El artista no sólo faltaba al espíritu mozartiano, no sólo lo violentaba, si no que cometía la irreverencia de errar. Era una audacia inadmisible, juraba Edmundo.

Sé que te he fallado, padre. No me abandones. Tú eres el único que me has soportado, que siquiera me soportas. Bueno, sí, mi pintura, mi arte, etcétera, etcétera, ya lo sé. Pero entiéndeme. La relación que guardo con la pintura es diferente. Además, mi arte es injuriado una y otra vez por ojos obcecados que no dejan jamás de compararlo.

Pero no para todos se profanaba el mensaje pianístico. Otros, los más, gozaban de la audición. El pianista había mantenido sorprendido a su público por la facilidad con que resolvía los más escabrosos peldaños mozartianos; pero también había sabido arrancar del teclado aquello que diferenciaba precisamente a Mozart de los demás compositores: esa especie de atmósfera ingenua, infantil. Música escrita por un monstruo que aún no abandonaba la cuna. La nota que se le escapó en un momento de euforia había que situarla, pues, como un minúsculo capricho de un intérprete mayúsculo.

Padre, mira, déjame enseñarte algo. Ven, voltéalo tú mismo. ¿Te gusta? Es una construcción plástica de la Novena Sinfonía. Fíjate bien: estos rombos representan los coros, y estas sombras la orquesta, y este azul turquesa al director. ¿Te das cuenta? Me he quitado de encima el peso de no ser músico. ¿Qué opinas, papá? No te enojes. Ya sé que no tengo por qué recurrir a la música. Que me olvide de ella. Que la separe por completo de la pintura. Ya lo sé. No, no soy un cobarde. No estoy desahuciado en el arte. ¡No soy un maldito de la pintura!

Edmundo contempló al pianista. El foro se había tornado nebuloso, en un tono que bien recordaba al verde oscuro. La silueta del músico era difusa, pero no su sonido —reía entusiasmado.

En ocasiones, hijo, un error es un gran poema, y la gente lo debe entender, lo debe comprender, y debe participar.

De pronto, como si hubiera sido inoculado por una descarga invisible, se levantó de su lugar: desfilaban en el banquillo del piano pianistas que nadie hubiera logrado reunir: Brailowsky, Gyesekin, Serkin, Horowitz, Cortot… su propio padre.
¡Ven, ven!, lo llamaba el piano…

Maldito artefacto, maldito animal, siempre ahí: retándome…

…que, animado por el presto, adquiría dimensiones colosales. Sus patas se fugaban, se extendían reptando entre las piernas de los espectadores. La tapa del instrumento giraba y giraba hasta cubrir la bóveda, desde donde las musas miraban. Y en la caja negra las cuerdas se reventaban.

Edmundo escuchaba como si en eso se le fuera la vida. Había pasado frente a las demás butacas de la fila, y ahora estaba en el pasillo. No quería perder detalle: la fugacidad de las corcheas y la transparencia de las blancas bailoteaban sobre el teclado, mientras los pedales se movían a velocidades fantásticas como si fueran impulsados por un hombre de mil piernas.

La música es una mujer, jamás una dama. Hay que acariciarla, hay que golpearla. Hay que obligarla a vivir en nuestras manos. ¡Tú eres capaz de hacerlo!

Edmundo, vociferando, corrió hacia el foro.

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Eusebio Ruvalcaba. Escritor mexicano. Nacido en la ciudad de Guadalajara en 1951. Entre sus obras están: Un hilito de sangre (1991), Músico de cortesanas (1993), Banquete de gusanos (2003), Una cerveza de nombre derrota (2005). Ha colaborado en las revista “La Mosca en la pared”, Día Siete y en el blog de música de Nexos.
Su cuenta de Twitter es: @eucarius


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