RECUERDOS
DE TEMPORADA
Diciembre es una buena
época para ponernos en contacto con nuestra propia sensibilidad; dejar que
nuestras memorias nos asalten, para descubrir cuán afortunados hemos sido.
La infancia es el núcleo
de esa vida que más delante habremos de emprender por cuenta propia, hasta el
último aliento. Como niños no
alcanzaríamos a medir la trascendencia de esa época. No es hasta que somos adultos que entendemos cuánto
hay implícito en esos días en los que todo parece transcurrir sin mayores
sobresaltos.
Cada uno de nosotros
tiene memorias como tesoro personal y
único que, en temporadas como la que hoy estamos viviendo, aflora en su máxima
expresión.
El ser humano nace y
crece en circunstancias muy diversas, pero a final de cuentas, en la
generalidad de los casos, todos transitamos por escenarios similares: Tenemos una
o más figuras de padres, varios abuelos, hermanos y una familia extendida que
puede variar en tamaño. Los recuerdos
que evocan esas experiencias en torno a la Navidad están provistos de una magia
particular. Como niños somos arropados
por un cariño muy manifiesto, que difícilmente habrá de expresarse de igual
modo más delante en nuestra vida.
Recuerdo mis primeras
cenas navideñas en casa de la abuela materna.
Viuda y con las hijas casadas, vivía sola en una casa de estilo muy
tradicional en el centro de Torreón, sobre la calle Morelos. Penetraba uno a un largo zaguán provisto de blancos
macetones altos cubiertos por pedacería de espejo, rematados en lo alto por helechos de un verde muy vivo. Dicho zaguán desembocaba en un espacio amplio
y luminoso, en el que habitualmente recibía a sus invitados. Cosa curiosa, cada vez que escribo alguna
narrativa que involucra una casa habitación, no puedo dejar de imaginar que se
trata de esa casa y el amplio recibidor de la abuela. Provista de un patio
central, en torno al cual se distribuían cuartos a ambos lados: hacia la
derecha una salita, la recámara de mi abuela, un baño con tina, el antecomedor
y al fondo la cocina. Hacia la
izquierda una oficina seguida por una recámara que yo ocupaba durante mis
visitas de fin de semana; más delante un baño con azulejos verdes en dos tonos,
y el comedor. En ese último salón se
preparaba la cena navideña después de misa “de gallo”. Mis recuerdos son intermitentes. La abuela murió antes de que yo cumpliera los
cuatro años, por lo que, la corta edad y la siesta previa a la misa y el
desvelo, no generan las mejores
memorias.
Otros personajes con funciones
de abuelas eran las vecinas frente a la casa paterna: Doña Herlinda y Delfina,
mujeres mayores que atendían un
estanquillo que vendía de todo: Cada sábado de invierno preparaban tamales para
venta, y tenían una vitrina repleta de alfeñiques. Con un peso de entonces podían comprarse 5
tamales o 5 alfeñiques. ¡Tiempos aquellos! Para diciembre desocupaban una
habitación completa para instalar un nacimiento de figuras de barro que
escenificaba, desde la Creación hasta el nacimiento del Niño Jesús. Su negocio estaba a un costado de la Catedral
del Carmen, en donde cada tarde, iniciando el día 16, se llevaban a cabo las
posadas, que congregaban a toda la chiquillada de los alrededores. Hacíamos la procesión cantando las
tradicionales estrofas, llevando una velita encendida que no pocas veces
amenazaba con apagarse por efecto del viento.
Hay un sinfín de
historias que llegan como destellos, escenas de episodios que vivimos en épocas
navideñas en familia. La constante en
todos ellos era estar dispuestos a pasarla bien. Los tiempos actuales nos
empujan a vivir a tal velocidad, que no tenemos ocasión, ni de disfrutar
momentos así de mágicos ni de recordar los que vivimos siendo niños. Todo resulta en una carrera por ser los más
rápidos en llegar quién sabe a dónde, privándonos de esos pequeños goces que
más delante atesoramos como valiosos abalorios.
Fiestas decembrinas: Una
buena oportunidad para recordar que el motivo de celebración es el amor, no la
billetera. Que lo más valioso que un ser
humano puede dar a otro, suele no tener un precio en el mercado: Una llamada,
una visita, hacerse presentes para así, sembrar memorias que luego puedan
atesorarse. Dar el mejor de los regalos
comenzando por nosotros, recordar que al primero que hay que amar es a uno
mismo. Reconocerlo, apapacharlo y
animarlo a seguir más delante. Y luego a
los demás. Evocar esos momentos
luminosos que contribuyeron a ser lo que ahora somos, y descubrir que,
finalmente, lo más valioso está en el corazón.
Terminamos con unas sabias palabras de la actriz inglesa Joan Winmill Brown: Cuando llega el día de Navidad, nos viene el mismo calor que sentíamos cuando éramos niños, el mismo calor que envuelve nuestro corazón y nuestro hogar.