SEAMOS ESAS
MEMORIAS
Yo sólo soy memoria,
y la memoria que de mí se tenga.
Elena Garro
Sería poco realista considerar que en la vida existan
situaciones totalmente negativas, en las que no hay un solo hecho alentador. Igual de imposibles los escenarios perfectos, telenoveleros, donde no parece
existir una sola falla. En el plano
real, la vida se desarrolla en tonos grises, en ocasiones más, en ocasiones
menos, pero grises al fin. A toda
situación difícil podremos encontrarle el punto alentador que nos permita
seguir adelante.
Estas semanas de reclusión han sido un experimento social
del cual se escribirán, con toda certeza, grandes tratados. Colocar en una misma área física un grupo de
seres humanos, habitualmente relacionados por sangre, y ponerlos a convivir
24/7. Ello en el supuesto de que acaten
el distanciamiento social conforme a lo indicado y se aíslen. Increíble reconocerlo, pero yo como madre he
descubierto facetas de mi familia que no había identificado con anterioridad, o
que simplemente no había analizado de
manera detenida.
Divertido hablar de los abuelos, de esas historias que no se
exploraron a profundidad y que, en esta etapa de mi vida, tal vez no tenga ya con
quien consultar. Me descubro entonces
con la doble responsabilidad de conservar la historia familiar, además de
reinventarla, para cubrir esos huecos; improvisación de emergencia que nadie
podrá señalarme. Es algo así como los
tratados de historia que aprendimos en la primaria, centrados en determinados
hechos prodigiosos, sacando de escena algunos inconvenientes, y encauzando
personajes y gestas por el camino que, según la SEP y –en mi caso—la iglesia
católica, marcaban.
En estos tiempos priva lo inmediato, lo veloz, el vistazo
sobre un contenido que a los 30 segundos hemos olvidado. La memoria pasa a ser pieza de museo, si
tengo en la punta de los dedos una versión enciclopédica que todo me resuelve
al instante. Cambian muchos paradigmas,
pero hay valores fundamentales que sería catastrófico borrar. Valores que elevan y conectan a los seres
humanos, como la honestidad, la lealtad, el respeto y el reconocimiento.
Sucede entonces, que cuando empezamos a hablar de dónde
llegó el tatarabuelo, y qué lo transportó a estas tierras, nos sorprendemos
trayendo a la memoria anécdotas e historias familiares, que alguna vez
escuchamos en casa de los mayores. Relatos
que dan cuenta de sus principios y capacidades.
Surgen las preguntas de los más jóvenes; se activan los archivos
mentales, en la tarea de establecer conexiones de un elemento con otros; de un
tiempo muy remoto con otro más reciente; de algún objeto que viene a nuestra
esfera de percepción y que nos hace preguntarnos dónde pudo haber quedado
aquella fotografía en sepia. Todo ello provee de identidad y apego.
El tiempo es el mejor juez.
Lo que ahora se percibe como una limitación de espacio y actividades,
tal vez a la larga sea recordado como etapa de reconocimiento y feliz ensamblaje. La
convivencia intensiva nos da la oportunidad de abordar los valores humanos; tanto
a través de historias, como en nuestro
trato mutuo. Aprender a aceptarnos unos
a otros, cada uno con sus características propias, en un espacio del cual no es
sencillo escapar físicamente.
La libertad es un ave con las alas extendidas, capaz de
llevarnos a sitios que jamás hubiéramos imaginado. Todo es cuestión de permitirle que despliegue
su fuselaje y emprenda el vuelo.
Condiciones políticas, económicas, o –como en este caso—sanitarias, no han
de impedir que nuestra libertad vuele tan alto como lo desee. Cuando enfrentamos una enfermedad física, el
dolor nos detiene por un instante, mientras recorre nuestro cuerpo. En cambio, el temor nos paraliza. Tal vez se
trate de un temor racional frente a una situación potencialmente
peligrosa. Tal vez sea tan sólo la idea
del temor, un escenario imaginado que bien puede jamás acontecer. En uno y otro caso, el temor nos atrapa, nos
condena a la inmovilidad. Nos posee.
Hoy en día, nuestro mundo está muy necesitado de
misericordia. Urgente que cada uno de
nosotros lleve a cabo el ejercicio mental de colocarse en los zapatos del otro,
con tanta vehemencia, hasta convencerse de que, si estuviera en esos zapatos, estaría haciendo lo
mismo. En esta crisis las emociones
tiemblan, se fragmentan, y en no pocas ocasiones caen hechas pedazos. Quienes más lo padecen son
aquellos que, por razón de su actividad, no pueden quedarse en casa. Hablo en particular del personal de
salud. Más que necesario resulta
entonces, desarrollar en nuestra práctica cotidiana familiar, actitudes de
empatía y solidaridad.
Como sugiere Elena Garro:
Aquí y ahora, desde el confinamiento, seamos las memorias venturosas que
de nosotros tengan nuestros nietos.