domingo, 3 de mayo de 2020

CONTRALUZ por María del Carmen Maqueo Garza


SEAMOS ESAS MEMORIAS
Yo sólo soy memoria, y la memoria que de mí se tenga.  Elena Garro

Sería poco realista considerar que en la vida existan situaciones totalmente negativas, en las que no hay un solo hecho alentador.  Igual de imposibles los  escenarios perfectos, telenoveleros, donde no parece existir una sola falla.  En el plano real, la vida se desarrolla en tonos grises, en ocasiones más, en ocasiones menos, pero grises al fin.  A toda situación difícil podremos encontrarle el punto alentador que nos permita seguir adelante.
      Estas semanas de reclusión han sido un experimento social del cual se escribirán, con toda certeza, grandes tratados.  Colocar en una misma área física un grupo de seres humanos, habitualmente relacionados por sangre, y ponerlos a convivir 24/7.  Ello en el supuesto de que acaten el distanciamiento social conforme a lo indicado y se aíslen.  Increíble reconocerlo, pero yo como madre he descubierto facetas de mi familia que no había identificado con anterioridad, o que simplemente no  había analizado de manera detenida. 
     Divertido hablar de los abuelos, de esas historias que no se exploraron a profundidad y que, en esta etapa de mi vida, tal vez no tenga ya con quien consultar.  Me descubro entonces con la doble responsabilidad de conservar la historia familiar, además de reinventarla, para cubrir esos huecos; improvisación de emergencia que nadie podrá señalarme.  Es algo así como los tratados de historia que aprendimos en la primaria, centrados en determinados hechos prodigiosos, sacando de escena algunos inconvenientes, y encauzando personajes y gestas por el camino que, según la SEP y –en mi caso—la iglesia católica, marcaban.
     En estos tiempos priva lo inmediato, lo veloz, el vistazo sobre un contenido que a los 30 segundos hemos olvidado.  La memoria pasa a ser pieza de museo, si tengo en la punta de los dedos una versión enciclopédica que todo me resuelve al instante.  Cambian muchos paradigmas, pero hay valores fundamentales que sería catastrófico borrar.  Valores que elevan y conectan a los seres humanos, como la honestidad, la lealtad, el respeto y el reconocimiento.
     Sucede entonces, que cuando empezamos a hablar de dónde llegó el tatarabuelo, y qué lo transportó a estas tierras, nos sorprendemos trayendo a la memoria anécdotas e historias familiares, que alguna vez escuchamos en  casa de los mayores. Relatos que dan cuenta de sus principios y capacidades.  Surgen las preguntas de los más jóvenes; se activan los archivos mentales, en la tarea de establecer conexiones de un elemento con otros; de un tiempo muy remoto con otro más reciente; de algún objeto que viene a nuestra esfera de percepción y que nos hace preguntarnos dónde pudo haber quedado aquella fotografía en sepia. Todo ello provee de identidad y apego.
     El tiempo es el mejor juez.  Lo que ahora se percibe como una limitación de espacio y actividades, tal vez a la larga sea recordado como  etapa de reconocimiento y feliz ensamblaje. La convivencia intensiva nos da la oportunidad de abordar los valores humanos; tanto a través de historias,  como en nuestro trato mutuo.  Aprender a aceptarnos unos a otros, cada uno con sus características propias, en un espacio del cual no es sencillo escapar físicamente.
     La libertad es un ave con las alas extendidas, capaz de llevarnos a sitios que jamás hubiéramos imaginado.  Todo es cuestión de permitirle que despliegue su fuselaje y emprenda el vuelo.   Condiciones políticas, económicas, o –como en este caso—sanitarias, no han de impedir que nuestra libertad vuele tan alto como lo desee.  Cuando enfrentamos una enfermedad física, el dolor nos detiene por un instante, mientras recorre nuestro cuerpo.  En cambio, el temor nos paraliza. Tal vez se trate de un temor racional frente a una situación potencialmente peligrosa.  Tal vez sea tan sólo la idea del temor, un escenario imaginado que bien puede jamás acontecer.  En uno y otro caso, el temor nos atrapa, nos condena a la inmovilidad. Nos posee.
     Hoy en día, nuestro mundo está muy necesitado de misericordia.  Urgente que cada uno de nosotros lleve a cabo el ejercicio mental de colocarse en los zapatos del otro, con tanta vehemencia, hasta convencerse de que, si  estuviera en esos zapatos, estaría haciendo lo mismo.  En esta crisis las emociones tiemblan, se fragmentan, y en no pocas ocasiones  caen hechas pedazos. Quienes más lo padecen son aquellos que, por razón de su actividad, no pueden quedarse en casa.  Hablo en particular del personal de salud.  Más que necesario resulta entonces, desarrollar en nuestra práctica cotidiana familiar, actitudes de empatía y solidaridad. 
     Como sugiere Elena Garro:  Aquí y ahora, desde el confinamiento, seamos las memorias venturosas que de nosotros tengan nuestros nietos.

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