POR EL DÍA DE FINADOS
Día de Finados: Festividad que toma la solemnidad
de la muerte para combinarla de manera única con las creencias
mágico-religiosas de nuestro pueblo, todo
ello acompañado del colorido único que sólo México tiene.
Momento
para evocar a los seres amados que han partido; invitarlos a nuestros hogares a
compartir el pan y la sal, y luego de ello permitirles partir de regreso a
donde ahora pertenecen.
Se
agolpan en la memoria imágenes de esos seres queridos que ya no están, muchas
son memorias de nuestra infancia. Quizá
recordemos, cuando niños, la ilusión de tener una calaverita de azúcar con
nuestro nombre, o paladear un pedazo de pan azucarado y una taza de humeante
chocolate.
México se
viste, como pocas veces, de mil colores, con flores de cempasúchil, mano de
león, y candelas que se encienden para recordarnos que la vida es un soplo y el
recuerdo una llama que jamás se extingue.
No en
vano coincide con el otoño, la estación de la muda, de las hojas secas, de las
últimas lluvias y las primeras ventiscas.
Todo ello para que no olvidemos revisar nuestra mochila de viaje,
desechar lo inútil, aligerar la marcha
para el siguiente año.
Buen
momento para descartar sentimientos que cargamos como peso muerto año tras año. Ocasión para regalarnos un perdón por
aquellas viejas rencillas, y sentir cómo entra el aire a sanear nuestro
interior.
Hay quien
se lamenta de la pérdida, sin darse
cuenta de que ello permite que se lleve a cabo un el proceso de renovación, que
de otro modo no ocurriría.
¡Qué
hermoso tiempo para depurar lo que somos, lo que sentimos! Para emprender una
revisión de nuestra bitácora de viaje y redefinir el rumbo de la nave.
Por los
errores del ayer no hay qué lamentarse; corresponden a un tiempo que ya no nos
pertenece, además de que, de alguna manera han permitido que lleguemos a ser lo
que hoy somos.
Nada
logramos con cargar como pesados hierros
esos viejos errores para ver limitada nuestra marcha.
Día de
finados: Graciosa amalgama de nuestras raíces prehispánicas con las
cristianas. Combinación afortunada de
rezo y canto; de olor a campo y a copal.
En el altar de muertos, sobre un fondo negro destacan los vivos colores
del papel picado que aseguran el reencuentro con los vivos y el retorno a su
mundo cuando caiga la noche. El fuego guía a las ánimas en su venida, y la cruz de sal asegura que la sombra de los
muertos no se quede entre nosotros y pueda luego espantar a los pequeños.
Viento, fuego, agua y tierra se hacen
presentes para recordarnos que somos un pedazo de barro habitado por un
espíritu divino. Que esta casa es temporal, y que un día, el cual no podemos
precisar, se acaba, para emprender el viaje rumbo a la casa eterna.
Valga
este tiempo para colocar en su justa dimensión las cosas materiales. Un gran mal de nuestros tiempos es haber
convertido en dioses tantos elementos que existen para ser utilizados. Nos sometemos a ellos como esclavos, nos
quedamos anclados, cuando las cosas están ahí para permitirnos despegar,
enriquecer nuestro espíritu y trascender.
Buen
momento para plantearnos la pregunta: ¿Hacia dónde vamos? ¿Tenemos lo necesario
para ese viaje? Y llevar a cabo un inventario personal.
De igual
modo, frente al mundo identificar si aquellas personas que hemos elegido por
compañeros del camino están facilitando nuestro avance o entorpeciendo la
marcha.
Así como
los árboles se desprenden de su viejo y maltratado follaje, va siendo ocasión
de liberarnos de todo aquello que
estorba nuestra marcha. Y de igual
manera como las desnudas ramas dejan pasar el aire del invierno, así nuestra
conciencia habrá de ser dócil a los vientos del cambio.
Ocasión
para dar gracias al cielo por los seres amados que acompañaron nuestros
primeros pasos; que aplaudieron los logros cuando niños; que se conmovieron con
nuestras penas juveniles, y gozaron nuestros primeros logros como adultos. Guardamos de ellos las más dulces memorias,
y cubrimos con un manto benévolo sus yerros, al fin humanos, así como queremos
que mañana nos dispensen nuestros hijos por aquello en que hemos fallado.
Momento
de ubicarnos en tiempo y espacio, sabiendo que no somos más que una arenilla en
la infinita playa, y que nuestro tiempo y lugar son ahora y aquí, porque no hay
segundas ediciones.
Tomemos entre las manos un puñado de tierra para recordar que la vida es
breve, pero no por ello habremos de
dejar de vivirla a plenitud, con los
sentidos, el ser y el corazón puestos en ello.
Luego dejemos que se la lleve el viento como brizna, para recordar que
todo cambio es parte de un mismo ser sin tiempo ni fronteras.