PANTALLA Y PRINCIPIOS DE VIDA
Hay sucesos que llaman a la profunda reflexión. Mucho se ha venido hablando de la serie corta “Adolescencia” de Netflix, que narra el asesinato de una niña en manos de otro niño, en cuya trama hay implicaciones sexuales. El propio homicida niega los hechos y cuando finalmente lo confrontan, no termina de dar una razón por la que cometió el crimen. Lo más grave es que la serie está basada en un caso real, y, por desgracia, no es único en estos tiempos. Ello nos obliga a todos a hacer una pausa, de modo de reflexionar que todos nosotros, como sociedad, somos en alguna medida responsables de que esto esté ocurriendo.
Existen países en los que un adulto puede y de hecho debe reprender a un menor que detenta una conducta indebida en lugares públicos. Lo narra con precisión Yokoi Kenji, hijo de padre japonés nacido en Colombia, y profundo conocedor de la cultura nipona. Un adulto corrige a un niño en la calle simplemente porque es adulto, y el niño está obligado a atenderlo. Lamentablemente no todo adulto puede ser totalmente confiable, como para indicar a los hijos a obedecerlo.
En su momento la televisión fue la gran deformadora. Cada hogar comenzó a tener al menos un aparato televisivo y la conducta de los miembros de la familia fue, poco a poco, siendo moldeada por los contenidos que se vertían en pantalla. Series y películas comenzaron a mostrar modelos de comportamiento que en un inicio nos resultaron poco convencionales, pero que a la vuelta del tiempo fueron normalizándose|, sobre todo en la mente de las nuevas generaciones, con mayor flexibilidad en su forma de pensar.
Alrededor del año 2000 surgen los teléfonos celulares con cámara, lo que marca un antes y un después en la comunicación digital. Los recursos tecnológicos van modificando las formas de actuar y de pensar de los usuarios, máxime cuando cada joven o niño tiene su propio aparato al cual puede acceder desde cualquier sitio dentro o fuera del hogar. Surgen fenómenos como la costumbre de autoexpresión editada, esto es, de mi perfil original hago modificaciones que me vuelvan más popular. Nos recuerda el concepto de “sociedad líquida” de Zygmunt Bauman. Hoy en día no es de extrañar algo que en el siglo pasado habría resultado increíble: Una persona en solitario desde un lugar público, tomándose diez o veinte selfis en distintas posiciones; tal es su necesidad de agradar a otros en la red.
Derivado de lo anterior, de editar lo propio para resultar más interesantes y atractivos, surge el concepto denominado “Fear of missing out” (FOMO) o “miedo a perderse algo”, término utilizado desde el 2015 para señalar un fenómeno relacionado con redes sociales: Es una sensación de ansiedad al visitar el Facebook o el Instagram de otros y concluir que la vida de todos los que ahí aparecen es mejor que la propia.
Los fenómenos surgidos a raíz de la continua utilización de pantallas electrónicas se van encadenando progresivamente. Por desgracia hay contenidos en los que pareciera que se celebra más la sagacidad que la honestidad, como dando a entender que la primera es signo de inteligencia y la segunda de estupidez. Las comunidades virtuales satisfacen nuestro sentido de pertenencia. Sentimos que somos parte de un grupo de personas con intereses similares hacia las que debemos lealtad, aunque en muchas ocasiones la realidad no se corresponda con esos escenarios virtuales, y bien podemos resultar decepcionados, o hasta dañados de diversos modos, por quienes encabezan tales grupos.
Finalmente llegamos al caso con el que comenzamos: Jovencitos que llevan a cabo hechos delictivos sin acaso percatarse de la trascendencia de estos. La normalización de la violencia a través de redes sociales lleva a un embotamiento mental que no permite discriminar claramente el bien del mal. Se percibe una ausencia de la moral recibida en casa, ante la urgencia de identificarse con personajes o conductas que les resultan tan atractivos. Tal vez muchos chicos, tras de cometer el crimen, no alcanzan a dimensionar la magnitud de los hechos.
Hemos constituido sociedades de comportamiento blando, cuyas prioridades se centran en la comodidad de los menores y nada más. Que un adulto reprenda a un chico es visto como una violación a los derechos del menor, en lugar de visualizarlo como un acto correctivo para su bien. Tristemente, a veces esta actitud de los adultos comienza en el propio hogar como padres, temerosos de contrariar a los hijos con regaños. Estamos actuando para el corto plazo, desatendiendo el hecho de que un hijo se educa con la mira puesta en el largo plazo, apostando a que se convierta en un ciudadano de bien.
En algún momento la fragua o el cincel son necesarios para perfeccionar una obra. No lo olvidemos.