LAS TRAMPAS DE LA FE
Me permito parafrasear a un gigante, Octavio Paz para
intitular la presente columna, segura de
que los hombres, entre más grandes más sencillos son, como me quedó claro aquel
verano de 1988, cuando tuve el privilegio de conocerlo en el patio del
Instituto Cultural Helénico en la ciudad de México. El color de sus ojos, como océanos, me mostró
la profundidad a la cual un ser humano es capaz de acceder, y desde la cual regresa
y se confunde con gente “de a pie” como
yo, enarbolando una clara sonrisa. Iba del
brazo de su amada Mari Jose de la cual recuerdo poco, cautivada por la
presencia del gran poeta. Desde donde ambos estén, seguramente del brazo, aprobarán con simpatía mi atrevimiento.
Todo lo anterior para decir que Paz en su obra “Las Trampas
de la Fe”, aborda el inacabable tema de la mujer, a partir de la figura de Sor Juana, fémina
adelantada a su época, a la cual, creo, no ha habido mexicana capaz de igualar en
temple y erudición. Y traigo
precisamente a Sor Juana para tocar el tema de Carmen Aristegui y revisar qué nos sucede a los mexicanos
cuando nos enteramos de ciertas noticias, en particular a través de las redes
sociales, y hasta dónde nuestra fe es capaz de tendernos trampas.
Las redes sociales no son una moda ni una distracción, se han convertido en foro al cual todos tenemos acceso casi desde
cualquier equipo. A través suyo
conocemos, nos informamos y debatimos temas de interés; construimos comunidades,
fugaces quizás, y en unos cuantos y afortunados casos, consolidamos relaciones para toda la vida. El sentido de
pertenencia derivado de formar parte de
una comunidad es bálsamo para el espíritu; hallamos personas con intereses
afines, con las cuales departimos, aunque quizás nunca jamás volvamos a
coincidir. Tal fue el caso de la
transmisión en vivo de un concierto dentro
del ciclo “Esto es Mozart” organizado por CONACULTA que escuché hace un par de
noches; durante poco más de una hora coincidimos en ese espacio virtual 65
personas de muy distintos puntos geográficos y edades: Comentamos, compartimos,
aplaudimos, y al final nos despedimos con
frases amistosas, acordando conectarnos en
una semana para el siguiente concierto.
El caso Aristegui ha
dado para mucho, ha encendido chispas, polarizado opiniones de diversos comunicadores, y en general produjo un alud de comentarios en apoyo a la periodista, con tal entusiasmo,
que ya hasta la han propuesto como candidata a la presidencia de la República
para el 2018. Con toda seguridad los
especialistas en comunicación y en conductas sociales tendrán mucho material
para estudiar la forma como los ciudadanos nos involucramos con las causas, definimos nuestra postura y nos
lanzamos con todo a defenderlas.
Cada tanto tiempo, decía mi padre, llega un Tlatoani al cual habremos de venerar durante un sexenio. También con sabiduría sostenía la tesis de
que los mandatos presidenciales deberían
de durar cuatro años, pues para el quinto en el poder –afirmaba-- el gobernante
ya ha perdido totalmente el piso. Porque, siendo realistas, ¿quién es capaz de no hacerlo,
sometido por parte de sus más cercanos cada 15 segundos al insano recargar su
ego, magistralmente relatado en aquel cuento de Andersen “El traje nuevo del
emperador”? Respecto al asunto de la fe,
es precisamente nuestra ardiente fe ciudadana volcada en la figura de ese
Tlatoani que nos lleva al inicio de su
mandato a fincar expectativas irreales para su desempeño, y conforme pasa el tiempo genera terribles decepciones al sentir que ese dios ha fallado. Algo
similar sucede con Aristegui, con toda la pasión del mundo fijamos nuestra
postura y nos aferramos a ella con singular ahínco, tanto que al rato no
faltará quien la quiera para papisa.
El uso de las redes llama a ser responsables, primero por
salud mental, y luego como un deber ciudadano; corresponde buscar fuentes bien documentadas para formarnos
una opinión; pensar lo que vamos a expresar antes de
publicarlo, y sobre todo, actuar con más cabeza que sentimientos, pues al dejarnos
llevar con apasionamientos, o salimos de pleito, con la autoestima ponchada, o vomitamos añejas rabias
pútridas en el oscuro anonimato de la red.
Habrá que definir hasta qué
punto lo de Aristegui es un problema laboral a puertas cerradas, o un real atentado
contra la libertad de expresión. En redes sociales mi cuestionamiento generaría
una andanada de linchamientos virtuales y recordatorios genealógicos. Debo
aclarar, a Carmen Aristegui la respeto como una periodista seria, crítica y muy
valiente, que busca la verdad de los
hechos, con el coraje de una Sor Juana. El
origen último del conflicto con MVS, no podría precisarlo, ya el tiempo nos lo dirá más delante.