COINCIDENCIAS
Hay ratos cuando, como mexicana, me quedo sin respuestas a
tantos “por qué”… Volteo a mirar el país cuyas riendas ahora están tomando las
nuevas generaciones, y caigo en cuenta que
en muy pocos lustros se abrió una zanja abismal entre el concepto de nación que
nuestros padres depositaron en nuestras manos, y el que ahora estamos pasando a
los hijos.
Esta última semana nos cimbró un asesinato múltiple ocurrido
en la ciudad de México, de tintes políticos para el buen entendedor, pero que
se ha venido encubriendo bajo distintos argumentos para alejar toda sospecha de
lo que en realidad parece haber sido. El
principal objetivo del sangriento ataque fue Rubén Espinosa, un periodista veracruzano que ya había tenido
problemas en su estado natal a causa de
su oficio, por lo que cambió de residencia queriendo resguardarse, para finalmente no
lograrlo. Junto con él fue asesinada una
joven idealista que de alguna manera también se sentía amenazada en tierras
veracruzanas: Nadia Vera nació en Comitán Chiapas, y estudió la carrera de
Antropología Social en la Facultad de Humanidades de la Universidad Veracruzana,
en Xalapa, y la primera noticia de su muerte la obtuve a través de la Maestra Eve Goujon, catedrática
de dicha facultad. Las coincidencias que
hallo son que mi esposo José estudió la misma carrera, en la misma facultad, tuvo a la misma maestra Goujon como
catedrática, y también era un idealista.
La muerte de Nadia ocurre a escasos días del aniversario
luctuoso de Rosario Castellanos, poeta chiapaneca, no de nacimiento sino por
adopción, muerta igualmente en condiciones trágicas mientras cumplía funciones
diplomáticas en Israel. Y otra
coincidencia, la madre de Nadia es también poeta como Rosario. De este modo a los “por qué” iniciales se
suman otros tantos, que cuestionan la razón de tal coincidencia, y me recuerdan esa hermosa
canción “Coincidir” de Fernando Delgadillo (que tantos se adjudican, por
cierto), y que en uno de sus versos dice: “Si la vida se sostiene por
instantes/y un instante es el momento de existir…”
Lo que he venido leyendo de Nadia (porque, debo reconocer,
antes de estos acontecimientos no la conocía), me hace recordar pasajes vividos por mi esposo durante los años de
facultad y de prácticas profesionales.
De alguna manera, en ese afán de entender la vida, el antropólogo social
entabla un juego peligroso con la muerte, como hizo Nadia
durante mucho tiempo, hasta que le tocó perder. Así recuerdo a mi esposo
narrando experiencias que vivió al lado de sus compañeros de carrera, y me
vienen a la memoria vivencias que tuve como
esposa cuando él se exponía con absoluta convicción a situaciones de peligro,
con tal de abarcar el conocimiento de los grupos humanos que investigaba. Cuando hubo planes de arrancar un polo de
desarrollo en Maderas del Carmen, él anduvo solo por la Sierra Hermosa de Santa
Rosa durante períodos de una a dos semanas, debiendo enfrentar hasta osos en
aquella soledad. Ya instalado en esta
frontera, frecuentaba la ribera del Bravo para dialogar con los migrantes, o
levantaba en la carretera a grupos de campesinos que pedían aventón. Prácticas
como estas fueron comunes en él, y en
más de una ocasión me quedé con el alma en un hilo, temiendo que algo grave pudiera
sucederle. En fin, por alguna razón el
Día del Antropólogo se celebra el 2 de noviembre.
La madre de Nadia frente a su hija entendió muy bien que ese
juego peligroso que la joven profesional estaba jugando, no lo abandonaría
nunca, y como muestra de esa aceptación y el respeto de mujer a mujer, escribió
un bello poema dedicado: “A Nadia Dominique, la mujer… que soy”. Y comienza “Se
están volviendo margaritas los huesos de la niña…”. Y más delante: “No te vayas
de mí, pájara libre…” Me llevó a pensar cuán grande será el dolor de perder una
hija de esta forma, por haberse
enamorado a tal grado de una profesión que hasta se lleva en la sangre, y por
la que una persona está dispuesta a dar
la vida.
La impronta de los padres se queda grabada en los hijos, de
eso no cabe la menor duda. Ahora veo a
mi hija en sus luchas por la justicia social, por los ideales que considera
deben defenderse con todo, y parece que veo a su padre el idealista, el que no era capaz de albergar algún
mal pensamiento, y que muchas veces tuvo que pagar caro ese candor, pero si de
algo estoy convencida, es de que fue feliz.
Y volteo a ver a la madre de Nadia y entiendo que ella la dejó partir
hace mucho tiempo, una vez que supo que la envergadura de sus alas habría de
sostenerla para volar como ella quiso hacerlo siempre.
Descansa en paz, Nadia. Ya comienzan a florecer las
margaritas.