HACIA LA PAZ
La educación es el arma más poderosa para cambiar al mundo.- Nelson
Mandela
Minutos antes de iniciar esta estimulante tarea semanal llegó un mensaje de Regina, una querida
amiga quien vuelca sus impresiones como turista
al recorrer la Rambla de Barcelona y escuchar relatos de quienes vivieron de cerca el
atentado terrorista. Transcribo: “…no
saben qué tristeza se siente al ver los altares que han ido poniendo a las
personas que fallecieron en la tragedia […] nos platicaron historias tremendas
de niños corriendo sin encontrar a sus papás, gente desesperada buscando a sus
familias…” Percibo en su relato algo que a todos nos inquieta, un sentirnos
cada vez más vulnerables, con la fragilidad de avecillas en el alambre, a merced de cualquiera
que dispare y acabe con nosotros en un
dos por tres.
Más allá de las teorías socioeconómicas que abordan la
migración, sus orígenes y consecuencias, mi exploración personal se encamina
hacia los motivos del corazón. ¿Qué lleva a un joven a arremeter con furia en
contra de civiles a los que nunca ha visto, y que no le han hecho ningún daño directo? ¿De
dónde surge esa rabia que le impele a atacar a mujeres y niños? Me sorprende el
testimonio del padre de Driss y Moussa,
dos de los terroristas de Cambrils, quien
manifiesta que sus hijos tuvieron siempre un comportamiento ejemplar y sociable,
y que la culpa de lo sucedido fue del
Imam que les metió ideas locas en la cabeza. El suyo no es el típico caso de la familia que convive
en un mismo lugar, pues la de estos
jóvenes terroristas era originaria de Marruecos y había emigrado a Cataluña, de modo que había
movilidad entre ambos países, pero aun así, los jóvenes habían pasado el verano en Marruecos al lado
de sus padres, y ahora se sabe que lo hacían en tareas de preparación para el atentado. Aunque el padre,
en una entrevista insiste que investiguen en Cataluña, porque allá es
donde transformaron a los jóvenes. Difícil creer que unos padres que están al tanto de
sus hijos, no alcancen a detectar signos de alarma en su comportamiento, que
los jóvenes se desaparezcan por horas; que frecuenten mucho a ciertos amigos
que antes no tenían; que se manejen de forma misteriosa. Sucede algo parecido a lo que acontece acá
con las familias de jóvenes metidos en las drogas, que niegan estar enteradas de sus actividades, como para
no confrontarse con una realidad dolorosa que no sabrían cómo manejar.
Los de mi generación hallamos grandes diferencias en la
forma actual de asumir la responsabilidad por los propios actos, frente a cómo
se daba anteriormente. En mi niñez, si
se perdía un lápiz en el salón de clases, no había recreo hasta que aquel lápiz
apareciera, situación que desanimaba a cualquiera del grupo a tomar algo ajeno. En contraste, ahora que compareció
Ruiz Esparza con motivo del socavón, dijo con aquel cinismo: “Que se busque y
se castigue a los culpables, no a los responsables”, burda manera de pretender sacudirse
las consecuencias de sus fallas como titular de una Secretaría. Hemos venido viendo que cuando algo sale mal
se echa a andar el juego de la papa caliente, y resulta que nadie se hace
responsable de aquello que en principio es asunto específico de alguien cumplir
o hacer cumplir.
En estos tiempos de redes sociales nos abruma
enterarnos de cuanto pasa en el mundo,
quisiéramos hacer algo por resolverlo, para finalmente concluir que es poco o
nada lo que podemos hacer desde nuestra posición. Hay quienes despotrican y maldicen en contra
de los probables responsables de las desgracias
ajenas, eso es simple protagonismo o
quizás un desahogo personal que nada resuelve, de modo que las cosas habrán de seguir igual o peor. En cambio si nos enfocamos a considerar que los
grandes problemas del planeta son la suma acumulada de lo que sucede en cada
una de nuestras pequeñas parcelas llamadas “hogar”, estaremos en posición de
buscarles solución. De ninguna manera
será una labor sencilla, estaremos nadando contra corriente, caminando por la
ruta más azarosa, a ratos sintiendo
escribir en el agua, y cuidando en cada tramo de que la fe no
desfallezca, pero en realidad es la única forma de resolver esos grandes problemas
que amenazan con extinguir nuestro
mundo. Fue la respuesta que se me ocurrió dar a mi atribulada amiga: Alojar la
paz en nuestros hogares, lo que nos brindará además la sensación de estar
haciendo algo efectivo por apagar estos terribles vientos incendiarios que el
odio genera en los corazones. Así se logrará evitar que esos jóvenes que por
razón de su edad, de su falta de experiencia o de su arrojo, se conviertan en
carne de cañón para ir a morir de manera absurda por los arranques de un individuo, por una creencia religiosa o
por una ideología.