domingo, 27 de agosto de 2017

CONTRALUZ por María del Carmen Maqueo Garza

HACIA LA PAZ
La educación es el arma más poderosa para cambiar al mundo.- Nelson Mandela
Minutos antes de iniciar esta estimulante tarea  semanal llegó un mensaje de Regina, una querida amiga quien vuelca sus impresiones como turista al recorrer la Rambla de Barcelona y escuchar  relatos de quienes vivieron de cerca el atentado terrorista.  Transcribo: “…no saben qué tristeza se siente al ver los altares que han ido poniendo a las personas que fallecieron en la tragedia […] nos platicaron historias tremendas de niños corriendo sin encontrar a sus papás, gente desesperada buscando a sus familias…” Percibo en su relato algo que a todos nos inquieta, un sentirnos cada vez más  vulnerables, con  la fragilidad de  avecillas en el alambre, a merced de cualquiera que dispare y acabe con nosotros  en un dos por tres.
      Más allá de las teorías socioeconómicas que abordan la migración, sus orígenes y consecuencias, mi exploración personal se encamina hacia los motivos del corazón. ¿Qué lleva a un joven a arremeter con furia en contra de civiles a los que nunca ha visto, y  que no le han hecho ningún daño directo? ¿De dónde surge esa rabia que le impele a atacar a mujeres y niños? Me sorprende el testimonio del padre  de Driss y Moussa, dos de los terroristas de Cambrils,  quien manifiesta que sus hijos tuvieron siempre un comportamiento ejemplar y sociable, y que la culpa de lo sucedido fue  del Imam que les metió ideas locas en la cabeza. El suyo  no es el típico caso de la familia que convive en un mismo lugar, pues  la de estos jóvenes terroristas era originaria de Marruecos y  había emigrado a Cataluña, de modo que había movilidad entre ambos países, pero aun así, los jóvenes  habían pasado el verano en Marruecos al lado de sus padres, y ahora se sabe que lo hacían en tareas de  preparación para el atentado. Aunque el padre, en una entrevista insiste   que investiguen en Cataluña, porque allá es donde  transformaron a los jóvenes.  Difícil  creer que unos padres que están al tanto de sus hijos, no alcancen a detectar signos de alarma en su comportamiento, que los jóvenes se desaparezcan por horas; que frecuenten mucho a ciertos amigos que antes no tenían; que se manejen de forma misteriosa.  Sucede algo parecido a lo que acontece acá con las familias de jóvenes metidos en las drogas, que niegan  estar enteradas de sus actividades, como para no confrontarse con una realidad dolorosa que no sabrían cómo manejar.
     Los de mi generación hallamos grandes diferencias en la forma actual de asumir la responsabilidad por los propios actos, frente a cómo se daba anteriormente.  En mi niñez, si se perdía un lápiz en el salón de clases, no había recreo hasta que aquel lápiz apareciera, situación que desanimaba a cualquiera del grupo a tomar algo  ajeno. En contraste, ahora que compareció Ruiz Esparza con motivo del socavón, dijo con aquel cinismo: “Que se busque y se castigue a los culpables, no a los responsables”, burda manera de pretender sacudirse las consecuencias de sus fallas como titular de una Secretaría.  Hemos venido viendo que cuando algo sale mal se echa a andar el juego de la papa caliente, y resulta que nadie se hace responsable de aquello que en principio es asunto específico de alguien cumplir o hacer cumplir.  
     En estos tiempos de redes sociales nos abruma enterarnos de cuanto  pasa en el mundo, quisiéramos hacer algo por resolverlo, para finalmente concluir que es poco o nada lo que podemos hacer desde nuestra posición.  Hay quienes despotrican y maldicen en contra de  los probables responsables de las desgracias ajenas, eso es simple  protagonismo o quizás un desahogo personal que nada resuelve, de modo que  las cosas habrán de seguir igual o peor.  En cambio si nos enfocamos a considerar que los grandes problemas del planeta son la suma acumulada de lo que sucede en cada una de nuestras pequeñas parcelas llamadas “hogar”, estaremos en posición de buscarles solución.  De ninguna manera será una labor sencilla, estaremos nadando contra corriente, caminando por la ruta más azarosa, a ratos sintiendo  escribir en el agua, y cuidando en cada tramo de que la fe no desfallezca, pero en realidad es la única forma de resolver esos grandes problemas que amenazan con extinguir  nuestro mundo. Fue la respuesta que se me ocurrió dar a mi atribulada amiga: Alojar la paz en nuestros hogares, lo que nos brindará además la sensación de estar haciendo algo efectivo por apagar estos terribles vientos incendiarios que el odio genera en los corazones.           Así se logrará evitar que esos jóvenes que por razón de su edad, de su falta de experiencia o de su arrojo, se conviertan en carne de cañón para ir a morir de manera absurda por los arranques  de un individuo, por una creencia religiosa o por  una ideología.

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