EL DIFÍCIL ARTE DE LA CONVIVENCIA
Mientras que esto escribo siguen desaparecidos tres jóvenes en el estado de
Jalisco, al parecer levantados por las “fuerzas del orden”. ¿Su delito? Detenerse
a revisar una falla de su vehículo después de haber grabado un documental como
parte de un proyecto escolar de cine. Tememos
que se repita la historia de muchos
otros jóvenes que han desaparecido de manera similar, cuyas investigaciones han
terminado en “carpetazo técnico”. Nadie parece hacer nada efectivo por
dilucidar el ilícito, y éste se olvida cuando uno nuevo capta la atención del
público.
Lamentablemente
sucede y sigue sucediendo aquello de imponer la fuerza bruta por encima de los
derechos civiles de la población. El
Estado avala esa forma de utilizar las instituciones por parte de ciertos
personajes turbios, y lo que es peor, en ocasiones no sólo avala dichas
arbitrariedades, sino que las emprende por cuenta propia.
Como si tener un pedazo de ley en las manos concediera a un individuo el
derecho de atropellar a otros de manera discrecional.
Es muy doloroso vivir en el país de “no pasa nada”, en el
que es peor delito robar por hambre una tapa de huevos, que defraudar al fisco
mediante sumas millonarias. Donde las acciones delictivas de un individuo
quedan impunes en la medida en que esté
bien relacionado con quien tiene a su cargo normar o juzgar los hechos. Nuestro México es
el hermoso país rico en historia, en música,
artesanía y variedad gastronómica,
que ha dado grandes artistas y científicos, pero en el cual alguien que se esforzó durante media vida por
obtener un doctorado, percibe un salario diez veces menor al de un funcionario
“chambón” que no llena el perfil del puesto, pero está allí por recomendaciones.
Son muchas las condiciones que han propiciado esta forma de
actuar. Una –muy clara—ha sido la que
tiene que ver con nuestra tibieza a la
hora de fijar límites, digamos, muchas faltas menores que se cometen a diario
son vistas como “puntadas”, y claro, no pasa nada. Si el individuo logró burlar la ley y salirse
con la suya, solemos decir que es astuto o suertudo, pero difícilmente lo
catalogamos como delincuente, aun cuando lo que cometió es un delito, grande o
pequeño, pero un delito. Caso contrario,
al que trata de cumplir con la norma lo llamamos desde “ñoño” hasta “estúpido”,
difícilmente reconocemos en él como una cualidad tratar de obedecer lo establecido.
Sólo para no olvidarlo, acaban de cumplirse 6 meses del
sismo del 19 de septiembre. Vienen a la mente dos casos emblemáticos, entre muchos otros: El
del Colegio Rebsamen y el de los donativos económicos provenientes del
exterior. No hay avance en las
investigaciones de los edificios construidos de manera ilegal en un predio
marcado como “escolar”, y las voces de los padres de los niños muertos se
pierden en el desierto de la impunidad. Con relación a los cuantiosos donativos
económicos, nadie sabe dónde quedaron
esas grandes sumas de dinero… a ratos da la impresión de que quienes debían
hacerse responsables sólo esperan el cambio de sexenio para asegurarse que todo
quede en el olvido.
Comencé intitulando la presente colaboración “El difícil
arte de la convivencia”, y ahora lo retomo.
Un punto fundamental dentro de todo grupo humano es que cada individuo
pueda actuar con libertad, pero sin afectar los intereses de los demás. En el escenario ideal, la propiedad privada,
el derecho a la libre expresión, o a trabajar en lo que cada quien elija, son
derechos fundamentales, cuyo límite está dado a partir del derecho de otros
para hacer lo mismo. Si pretendo
rebasarlos, está la ley para advertirme y en su caso sancionarme.
Difícil precisar a partir de qué momento histórico el mexicano decide no reconocer esos límites y va más allá,
atropellando los derechos de otros. No
sé si nació de su ambición y las instituciones lo respaldaron, o fue la laxitud
de estas últimas lo que propició el cambio de pensamiento en el individuo. El asunto es que en ambas situaciones, se violenta el bien común.
El arte de la convivencia: A partir del reconocimiento de
los derechos del individuo, contentarnos cada uno de nosotros con los límites
que el grupo señala, y desarrollar al máximo nuestras potencialidades. Dicen los
especialistas que el principio del enriquecimiento desmedido es el miedo a no
tener lo suficiente en el futuro. En lo personal encuentro una razón más, pensamos que el reconocimiento social está
dado por aquello que se tiene y no por las obras que se emprenden.
El proceso educativo es la base del cambio, rumbo al bien
común. Educar para el corazón comenzando desde el hogar, hacer de nuestro
México un país de ciudadanos felices que no utilicen el atropello para sentir
que valen frente al mundo.