SER MAESTROS
Del total de nuestra existencia, el período más
significativo es la infancia. En esos
primeros años vamos descubriendo quiénes somos y cuáles son los alcances de
nuestra voluntad.
Es muy iluminador sentarse a hablar con los hijos sobre su
propia infancia y entender que hay asuntos que, a pesar de habernos esforzado
los padres por cumplir, para el hijo la percepción fue muy distinta. He tenido la fortuna de estar cerca de mi
hija adulta durante los últimos años, de manera que la retroalimentación es
abundante. Reconozco que hay cuestiones
que, desde que ellos eran pequeños entendí que no había manejado de la mejor
manera. Hay otras que, hasta ahora
descubro que hice mal, aun cuando yo suponía haberlo hecho de una forma
adecuada.
Hallamos que la infancia perfecta existe nada más en los
cuentos infantiles y que en realidad hay muchos huecos sin llenar. A ratos la imagino como un gran cuadro de
rompecabezas, en el que faltan piezas, de modo que la figura no acaba de
completarse por sí misma. Aquí es donde,
me parece, entran maestros y tutores, a ayudar a completar para el niño ese
rompecabezas llamado “vida”, con todas las implicaciones que tendrá en la
adultez del hoy pequeño.
Más que recordar los conocimientos concretos que nos
transmite un determinado maestro, la mayor enseñanza es la forma como nos hace
sentir. Tal vez él detecta los huecos
que hay en casa y actúa para compensarlos.
Un niño que es poco tomado en cuenta dentro de su hogar bien podría tener
en el maestro la necesaria validación para reforzar su autoestima. Algún otro, víctima de violencia doméstica,
puede hallar en la escuela las herramientas necesarias para superar el
daño. En este último caso suele ser una
cadena transgeneracional: el padre abusador suele haber sido en su infancia un
niño abusado, de manera que no hablamos de “culpables”, pero sí de adultos
responsables que contribuyen a la perpetuación de esa espiral. Un maestro con suficiente sensibilidad es
capaz de detectar en el alumno los mínimos signos que indiquen el dolor que carga en su
corazón, y actuar de modo de fomentar la autoestima en él.
Hoy, Día del Maestro, suelen venir a nuestra memoria
aquellos profesionales que impactaron nuestra vida de manera positiva. Cada uno de nosotros tendrá sus propias
historias que contar. Las mías, en los
años de formación básica giran en torno a mi querida maestra de quinto año de
primaria, Hortensia Bolívar, quien, con su fe en mi persona, contribuyó a que
yo me convenciera de que la palabra escrita y yo avanzaríamos por la vida de la
mano, algo que se viene cumpliendo desde entonces. Su actitud hacia mí me inyectó lo necesario
para firmar un pacto de lealtad con la palabra escrita, que se cumple día con
día, desde hace más de medio siglo. Así
de poderosa la influencia que mi maestra del Colegio Sor Juana en Durango tuvo
para conmigo. Ella falleció hace ya muchos años, pero vive en mí con cada línea
que escribo.
La etapa de la secundaria, con sus turbulencias
características, genera en nosotros lo que se conoce como “definición secundaria”. Es el tiempo en que defino mis gustos y
capacidades, y decido hacia dónde voy. Esos años, como interna del Sagrado
Corazón en Monterrey, tuve varias maestras que me marcaron. Rosa Adriana Vela, maestra de biología, despertó
en mí el gusto por las ciencias naturales.
Durante la clase en la que ella explicaba la sístole y la diástole cardíaca, tuve una
epifanía: supe que quería profundizar mis conocimientos en la materia. Rosa Adriana se nos adelantó; afortunadamente
tuve ocasión de platicar con ella y hacerle saber que, debido a su influencia,
yo había estudiado medicina.
Hoy, Día del Maestro, es una excelente oportunidad para
recordar a esos personajes que moldearon nuestra vida. Reconocer el valor de su entrega, así como la
importancia de su presencia a nuestro lado, apuntalando nuestras capacidades y
reforzando nuestras limitaciones. Esos
seres humanos de gran visión y profundo sentir, que actúan cumpliendo la gran
misión que se han propuesto. No creo
que imaginen hasta qué punto han influido en la vida de los alumnos de tantas
generaciones que han pasado por sus aulas.
Y, hay que decirlo, no supongo que trabajen pensando en el currículo
personal, sino teniendo en mente a cada niño con sus necesidades particulares y
sus propios alcances.
Es un hecho que la mayoría de nosotros no hemos estudiado la
carrera magisterial. No obstante, sí nos corresponde aprender de ellos, los
maestros titulados, lo necesario para actuar en nuestro entorno. Enseñar
aquello que se nos facilita, a los chicos que tienen dificultades para aprenderlo. Si cambiamos el chip de “no me toca” por el
de “qué puedo hacer por otros”, habremos aprendido una gran lección de vida.