LECCIONES DE
PATRIA
La población mundial
crece día con día. Hay imágenes que nos
llevan a suponer que somos como abejas en un panal, cada cual dentro de su
vivienda. Grandes multifamiliares o casas de interés social que parecen hechas
con molde, idénticas todas. De forma
paradójica el sistema nos inyecta la necesidad de aspirar a más en lo material,
aun a costa de la salud o la tranquilidad.
La globalización nos roba autenticidad. Las marcas de productos de alguna manera nos
uniforman a todos, habiéndonos convencido de que tal cachucha o tales tenis son
lo que se requiere para ser aceptados dentro del núcleo social. Se sacrifica la autenticidad y se apaga la
creatividad en aras de la pertenencia a un grupo, una pertenencia que sentimos
tan urgente en términos de identidad.
Viene lo anterior como un paréntesis de reflexión frente a
dos objetos que tengo ante mí: son unos separadores de libros que me obsequió
mi hija después de un viaje al pueblo mágico de Tepotzotlán, en el estado de
México: Son acuarelas trabajadas sobre un cartoncillo grueso, que luego va
enmicado. Al frente traen la firma
autógrafa de su autor y en la parte posterior se incluyen, impresos con un
sello de goma, sus datos de contacto.
Cada uno de ellos es una verdadera obra de arte que disfruto cuando lo
tomo entre mis dedos para dar vuelta a la hoja: Una imagen corresponde al
templo icónico de San Francisco Javier y el otro a un ave de fantasía, que tiene
forma de quetzal con pico de colibrí. Me asombra la maestría con la que Don
José trabaja el pincel, más tratándose de acuarela, y todavía más difícil, sobre
un cartoncillo de unos 4 centímetros de ancho.
Espero algún día conocerlo y
verlo trabajando en su taller, para entender cómo logra esa precisión en
su pintura. Cada separador de libros que él hace es único, irrepetible, y para
nada el precio en que se vende representa el gran trabajo que invierte en cada
una de estas obras de arte.
Me pongo a pensar en qué medida nuestros talleres de arte
han mermado con el encierro debido a la pandemia, pero más aún, por la pérdida
de valor que nosotros, como consumidores, le damos a la creación frente a la
mercadotecnia. Esos chispazos de
belleza, como las acuarelas de Don José, corresponden a parte del patrimonio
que como país es necesario
rescatar. Cada obra hecha por manos
mexicanas es un testimonio de lo que ha sido su cosmovisión a través del
tiempo, y del modo como se resiste a morir.
Los mexicanos hemos ido aprendiendo a ser cada vez más desconfiados
de lo que otros dicen, de lo que hacen, de las posturas de nuestros
políticos. Estamos buscando el negrito
del arroz, aun en las cuestiones más transparentes. Aprendemos a cuidar
nuestros objetos personales ante la posibilidad de que alguien los dañe o los
robe, en un ambiente de impunidad cada vez mayor, donde más de una vez hemos
pensado que se cuida y se protege más a
los delincuentes que a los ciudadanos honrados.
Hemos ido asumiendo una actitud defensiva en muchos otros aspectos. De alguna manera, como que escatimamos el
amor a nuestro suelo patrio, en aras a la preservación de lo que es
propio. Esa actitud trae aparejado un
desprecio por lo nuestro, una falta de empatía para reconocer los logros de
otros, para valorar sus méritos. Parece que quisiéramos medir todo con la misma
vara.
El arte implica contemplación; conectarse con elementos de nuestro entorno. A la vez se trata de una búsqueda interior,
de plantearnos preguntas que luego tratamos de contestar a través de nuestras
obras. Don José lo hace de una forma
prodigiosa, plasmando para la posteridad su forma de ver las cosas en ese
pueblo mágico en el que le tocó vivir.
Nuestros chicos son materia preciosa para las artes. Organizar talleres de creación en los centros
culturales de cada población, es una forma de despertar en niños y jóvenes la
capacidad de asombro, la reflexión y la comunicación de sus propios estados
internos. Ello permite expresar aquello que se lleva dentro, y así comenzar a
sanar. En estos tiempos tan difíciles
que estamos viviendo, es una forma de ayudar a que se reconecten, primero con
ellos mismos y luego entre unos y otros, para romper esos muros que la
emergencia sanitaria obligó a erigir.
Demoler esos diques y así permitir que su yo interno fluya para
comunicar vida.
Me quedo con un pedazo de Tepotzotlán entre mis objetos más
queridos. Primero, porque estos
separadores me los regaló mi hija, y luego porque cada vez que los veo rindo homenaje a las manos del artista que
pintó esas imágenes tan suyas, pero a la vez tan mías, porque me las ha
regalado para enseñarme a amar mis orígenes, y así poder decir, como lo hace
López Velarde en su inmortal poema: La Patria es impecable y diamantina.